Opinión | COLABORACIÓN

Pesadilla en la cocina

Hasta la instauración del régimen independentista catalán, un currito castellanoparlante era consciente de que no corría riesgo de ser detenido por la brigada de estupefacientes si trabajaba en un restaurante cuyo reclamo publicitario fuese «pruebe nuestra irresistible coca « o su especialidad los porros gratinats. Hoy, en las cocinas catalanas, llamar arroz al arròs, aceituna a la oliva y espinacas a espinacs es causa de despido fulminante por «no parla català», como desgraciadamente ha experimentado en sus carnes Manuel Escribano, un cocinero cordobés a quien diecisiete años llenando el buche del politiqueo barcelonés no le han servido para conservar su trabajo. Por lo visto, para cocinar en Cataluña ya no se exige el carnet de manipulador de alimentos; basta con el de la Academia de la Lengua catalana.

Esto de jugar con las cosas de comer y el pan de los hijos se está convirtiendo por aquellos lares en práctica habitual, y hasta a un clarinetista de la Banda Municipal de Barcelona lo han mandado a freír espárragos por no soplar el instrumento en catalán. Parece que el nuevo alcalde de la Ciudad Condal alterna sus gustos musicales entre Gaby, Fofó y Miliki ( « si toco el clarinete, ¡teré-teré-terete! «) y Antonio Molina («cocinero, cocinero, aprovecha la ocasión, que el futuro es muy oscuro»). Ahora que tenemos a los chefs televisivos hasta en la sopa, llama la atención su silencio y que les importe un pimiento el despido discriminatorio de un compañero, máxime cuando, si de lenguaje hablamos, a su mayor exponente - Ferra Adrià - no hay quien le entienda una palabra. Tampoco han montado ningún pollo los representantes sindicales, y eso que tienen mucho que agradecer a un gremio que cuece con tanto esmero el marisco.

Temo que el odio a todo lo español pronto alcance la carta de los restaurantes, y el medio menú en la Diagonal sea obligatoriamente ensaladilla rusa -como guiño a las amistades de Puigdemont- y crema catalana. Sin duda que este dislate gastronómico empobrecerá la dieta de los catalanes, pero según Mireia Palafrugell Barberá -simpática portavoz de la asociación ampurdanesa contra la cocina invasora- a falta de pan buenas son tortas; lo que no sabe aún es que se las están dando en su cara y con la mano abierta. Más moderado, Andreu Puig i Puig -vicepresidente de la plataforma ilerdense para la defensa de la merluza autóctona- está ideando un lenguaje de signos para aludir, sin citar su procedencia, al cocido madrileño, la paella valenciana o el salmorejo cordobés, pero anda convaleciente por culpa de la orquitis que le produjo su empeño en pedir a todas horas huevos pasados por agua. Decía Julio Camba que «el inglés es un hombre que come por necesidad, mientras que el francés come por placer»; hoy pareciera que el catalán lo hace por ideología política.

Quienes realmente cortan el bacalao en España nos la están dado con queso, y sospecho que va a resultar difícil darle la vuelta a la tortilla. Sin ir más lejos, el próximo año las estrellas que premian a los mejores restaurantes las decidirá Oriol Junqueras; bien mirado, de michelines sabe un rato.

 ** Abogado

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