Opinión | PARA TI, PARA MÍ

Cuando Freud hablaba de «neurosis colectivas»

Nunca ha estado la vida tan amenazada por el desequilibrio ecológico, la contaminación, el estrés o la depresión

Agosto llama a la puerta como el mes de las «vacaciones oficiales». Y bien que las necesitamos, no sólo para recuperar fuerzas sino para serenar mentes. Leía hace poco que ya Freud, en su obra ‘El malestar en la cultura’, consideró la posibilidad de que una sociedad esté enferma en su conjunto y pueda padecer «neurosis colectivas» de las que, tal vez, pocos individuos sean conscientes. Puede incluso suceder que dentro de una sociedad enferma se consideren precisamente enfermos a aquellos que están más sanos. Me ha impresionado este diagnóstico, aplicado a los tiempos que vivimos. Leyendo despacio el evangelio, ya nos encontramos con un pasaje estremecedor. Algo de esto sucede con Jesús, según nos relata Marcos, de quien sus familiares piensan que «no está en sus cabales», mientras los letrados venidos de Jerusalén consideran que «tiene dentro a Belcebú». En cualquier caso, hemos de afirmar que una sociedad es sana en la medida en que favorece el desarrollo sano de las personas. Cuando, por el contrario, las conduce hacia su vaciamiento interior, la fragmentación, la cosificación o disolución como seres humanos, hemos de decir que esa sociedad es, al menos en parte, patógena. Nunca ha estado la vida tan amenazada por el desequilibrio ecológico, la contaminación, el estrés o la depresión. Consciente o inconscientemente, venimos fomentando un estilo de vida donde la falta de sentido, la carencia de valores, un cierto tipo de consumismo, la trivialización del sexo, la incomunicación y tantas frustraciones impiden a las personas crecer de manera sana. Por eso hemos de ser lo suficientemente lúcidos para preguntarnos si no estamos cayendo en «neurosis colectivas» y conductas poco sanas sin que apenas nos demos cuenta. Sería un error caer en el catastrofismo y obviar el hecho de que España es una de las mejores democracias del mundo, pero ello no obsta para señalar inquietantes signos de deterioro del sistema que se han producido a lo largo de las dos últimas décadas y, con mayor laxitud y descaro, en la actualidad, como bien ha señalado, analíticamente, el periodista Pedro G. Cuartango. ¿Tiene sentido, por ejemplo, que en muchos ámbitos de nuestra sociedad, incluido el campo electoral, «el perdedor sea el ganador, y el ganador el perdedor»? ¿Se comprende acaso que en una democracia, que es un sistema de equilibrio de poderes y de controles, exista la funesta manía de «hacer oposición a la oposición»? Desgraciadamente, el sectarismo, el cainísmo y un populismo de sentimientos encontrados han minado la calidad de nuestra democracia pero, a pesar de ello, seguimos viviendo en un país libre, donde existe una notable pluralidad, en el que las opiniones pueden ser expresadas sin restricciones y con una división de poderes que garantiza el ejercicio de los derechos civiles. La verdad es que estamos viviendo una situación difícil, ante encrucijadas que no es posible despejar ni solucionar, sobre todo en Europa y España. Hemos recordado a Freud, cuando afirmaba que era posible una «sociedad enferma» y una «neurosis colectiva». ¿Qué es más sano, seguir funcionando como «objetos» que giran por la vida sin sentido, reduciéndola a un «sistema de deseos y satisfacciones», o construir la existencia día a día dándole un sentido último desde la fe? No olvidemos que Carl J. Jung se atrevió a considerar la neurosis como «el sufrimiento del alma que no ha encontrado su sentido».

Ante las olas constantes de secularización, los creyentes hemos de vivir estos tiempos difíciles con los ojos fijos en Jesús. Nuestro mayor problema es el olvido de Jesús y su silenciosa «expulsión» de la sociedad de nuestro tiempo, sepultada en la fosa común de la mentira constante y el engaño colectivo. Es un error pretender lograr con organización, trabajo, devociones o estrategias pastorales, lo que sólo puede nacer del espíritu. Hemos de volver a la raíz, recuperar el Evangelio en toda su frescura y verdad. No hemos de engañarnos. Si no nos dejamos reavivar y recrear por ese espíritu, los cristianos no tenemos nada importante que aportar a la sociedad actual, tan vacía de interioridad, tan incapacitada para el amor solidario y tan necesitada de esperanza. Sin la presencia de Cristo, sin la escucha de su palabra, sin la vivencia radical de los valores de su reino -verdad, amor, justicia y libertad-, todo se apaga en el cristianismo. La confianza en Dios desaparece, la fe se debilita, el Evangelio se convierte en letra muerta, el amor se enfría y la Iglesia no pasa de ser una institución religiosa más. He citado a Freud, no porque su «saber» sea tan importante en la historia, sino porque su diagnóstico sobre las «neurosis colectivas» y «sociedades enfermas» se convierte hoy en rabiosa actualidad. Estamos avisados.

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