Opinión | CIELO ABIERTO

El espacio exterior

La Soyuz MS-23 ocupará el lugar de la cápsula dañada que iba a traer a sus tres ocupantes a la Tierra

Por mucho que se intente imaginar cómo debe de ser estar ahí, flotando por el cosmos, toda fabulación guarda también un abismo de pérdida. Según los cálculos de la agencia espacial rusa, Roscosmos, justamente hoy domingo llegará a la Estación Espacial Internacional la nave Soyuz MS-23, que ocupará el lugar de la cápsula dañada que iba a traer a sus tres ocupantes de vuelta a la Tierra. Allí, en esa órbita celeste que parece estar delineada en una ficción propia, esperan el astronauta estadounidense Frank Rubio y los cosmonautas rusos Dmitri Petelin y Serguéi Prokopiev para ser rescatados. Cuando se cumple un año de la invasión de Ucrania por Rusia, con Vladimir Putin llenando un estadio que recuerda a las celebraciones patrióticas para Josef Stalin, con himnos bélicos incluidos, y Joe Biden yendo a Ucrania para posar casi fantasmalmente con Zelenski, sólo un par de días antes que Pedro Sánchez, es alucinante pensar que estos tres hombres están conviviendo ahí, en ese espacio infinito, oscuro y gravitatorio sobre nuestras cabezas, en esa inmensidad. Cuando escribo este artículo aún no se ha producido el despegue desde el cosmódromo de Baikonur, en Kazajistán. Parece ser que la nave de carga fue golpeada por lo que se llama un agente externo, al igual que sucedió con la de transporte personal en diciembre, con una caída de presión en sus sistemas de refrigeración. «Estas alteraciones incluyen los paneles solares y el sistema de regulación térmica de la nave», ha explicado la agencia espacial. Cuando lo he leído, he pensado que no hay forma más neutral de calificar una agresión que la protagonizada por un «agente externo». Claro que Rusia tiene con Ucrania una historia en común, y que casi no ha habido un territorio tan ruso como Ucrania en su historia alterada. Pero estos tres hombres, estos científicos y aventureros visionarios que han visto el color de las estrellas, siguen esperando ahí arriba, fuera de nuestra vida, para ser rescatados por una coalición de esfuerzos y de industrias aeroespaciales -Estados Unidos y Rusia- incapaces de entenderse y negociar aquí abajo.

Siempre me ha parecido que el espacio tiene algo de ese fondo abisal de la piscina cuando eres muy pequeño y estás comenzando a aprender a nadar. Esas formas maleables del fondo, esa indefinición de algo que no se sabe y nos acecha, más allá del riesgo propio del hundimiento. Aprendes a nadar y vas flotando con tu carga de temor, con esa radiación que en parte es personal, pero que a veces viene de un miedo colectivo. La carrera por la conquista del espacio fue una consecuencia de la Guerra Fría, pero tenía ese abismo de fragilidad y conquista infantil que guarda también el fondo de cualquier piscina. Los que éramos muy niños cuando vimos estallar el transbordador espacial Challenger en 1986 teníamos ese sueño del espacio como símbolo interior de una nueva edad del porvenir: la Segunda Guerra Mundial sólo era el escenario de las películas que ponían en televisión los sábados por la tarde y nuevos retos y mundos podían ofrecerse ante nosotros, con esa luz rojiza que pensamos en Marte y una cierta conquista de la paz para nuestros futuros.

Con la paz, con el orden, con la libertad, con la democracia, con el Estado de Derecho, sucede igual que con el amor, es decir: lo mismo que con todas esas cosas que hacen que la vida merezca la pena y pueda llevarse a cabo honradamente, al menos. Como vimos hace un año, como estarán pensando estos dos cosmonautas y este astronauta norteamericano, ni en la paz ni en la guerra debe darse nunca nada por sentado: porque todo lo que cuesta años y vidas puede destruirse en un chasquido. Quiere uno pensar que dentro de un año, necesariamente, debe de estar mejor. Pero mirando alrededor, nada hace pensar, ni aquí ni allí, que con estos mimbres y estos comportamientos, internacionales y también nacionales, como si no hubiera un mañana, tengamos ningún mañana que salvar.

Si lo piensas, esa lejanía también puede tener su componente de luz, de un nuevo estado anímico: ahí os quedáis. Pudiera ser, sí. Pero, seguramente, desearán volver. Este distanciamiento, este estar en el cielo de estos tres hombres perdidos en esa vastedad, podrían enseñarnos a mirarnos exactamente desde ahí: no merece la pena todo este dolor, estos miles de muertos en cascada. Habría que preguntarles, sin ninguna prisa, cómo se ve todo desde allí. Si prescindimos de tanto gregarismo identitario, cada hombre es un mundo que se enciende en su espacio interior.

* Escritor

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