Opinión | LA RUEDA

Subirse al carro

Subirse al carro en términos comerciales es lo que toda farmacia o ferretería, por ejemplo, materializa cuando instala un tótem multimedia publicitario en continuo pantallazo incordio, con mensajes perfectamente asumibles por su antecesor, el cartel físico, al uso, a cuyos encantos, por otra parte, ningún cliente se rindió ni rendirá jamás. Esta sería una superficial demostración de lo que subirse al carro significa para todo empresario temeroso de «quedarse fuera».

Lo más triste corresponde al ámbito de las ideas, cuando subirse al carro conlleva subordinarse al pensamiento único de las consignas, de los mensajes tendencia. Como resultado tenemos, entre cosas peores, un psitacismo (síndrome del papagayo) de base y altura, transversal, que no deja resquicio para la reflexión y el criterio individual y da alas al copia, pega y comparte más radicalizado: hay que usar y abusar de todo el vocabulario en torno a conceptos como «género», «ciencia» o «salud», meterlos con calzador políticamente correcto y combatir a bilis toda sedición, arrinconando a su vez toda reflexión ajena a estos conceptos, la cual pudiera robar audiencia al montaje de la «actualidad».

Cuando alguien que se hace llamar «intelectual», escritor, periodista, artista, concede importancia y se deja abrumar por el cerco de consignas y preferencias que los medios, las columnas, aquella editorial o productora trazan sin tregua, de antemano, y se sube al carro y manifiesta, manso y bajo férrea disciplina, su más previsible adhesión al régimen, ese individuo deja caer su disfraz de «creador» o «analista», y se muestra, por mucho «éxito» que coseche, como uno más.

Subirse al carro implica involucionar a conciencia, quedarse donde se está calentito, con el rebaño y la moda, huir de las pesadillas, las emociones fuertes, la realidad, sucia y compleja, sencilla y grandiosa, expresada tal cual es, y no bajo el tamiz de las consignas extremas. Es imposible darlo todo, saborearlo todo subiéndose al carro del momento, porque el temor a quedarse fuera ya supone un freno, una inhibición que si se cronifica, convierte a su víctima en auténtico y patético papagayo de tribuna, en un descafeinado, impotente cazador de gloria, votos o ventas: un político. Y no hay nada más patético que asistir al vertiginoso cambio de camiseta de un farsante, un converso de salón que boga, entre codazos, al ritmo del cómitre mercado para no quedarse fuera, dispuesto a prostituir hasta la última gota de su autenticidad.

* Escritor

Suscríbete para seguir leyendo