Mis amigos británicos disponen de un adjetivo de lo más eficaz para definir los desorbitados precios de todo lo que actualmente encontramos en cualquier sitio: «ridiculous», cuya traducción literal sería «ridículo» o «absurdo» (lo que provoca el malentendido en hispanohablantes), adquiere otra dimensión entre los ingleses, de forma que la crítica ya no se centra en lo «elevado» del precio, sino que lo supera y sigue subiendo hasta ponerse el foco en el absurdo, el disparatado coste de... una caña de cerveza.
Y es que parece una broma; un insulto, ante todo; un crimen, sin duda. El hecho, a secas, de que una mísera caña llegue a ponerse por las nubes aquí, en Andalucía (donde el Gobierno autonómico debería ofrecer vales gratuitos para cañas vespertinas a la salida del trabajo), constituye un inadmisible ataque a ese tan celebrado estado del bienestar. ¿Qué me cuentan? Una caña nunca puede llegar a estos precios en una democracia como el sentido común y el buen rollo mandan. Una caña a este precio inhibe el consumo del obligado resto de cañas que un humilde cristiano debería consumir, ya puesto, en el cumplimiento de sus sabatinas atribuciones. Porque una caña a este precio obstaculiza frontalmente la satisfacción de esos hábitos saludables tan publicitados en las pantallas. ¿Quién se puede «cuidar» hoy día? ¿Quién puede vivir «sanamente», con las cañas tocando los dos euros como mínimo?
Está cara la caña, y la lechuga y la col y el tomate insulso, y el kilo de muslitos y no digamos el aceite y los yogures y la fruta y las habichuelas. Y eso sí que incita a echarse las manos a la moral: habichuelas caras. Y duele precisamente porque sabemos que se produce como resultado de una estafa cruel, un sucio negocio de intermediarios (con el Estado y sus impuestos a la cabeza) argumentado con excusas que ya nadie cree. Por eso el adjetivo «ridículo», con el sentido que los ingleses le dan, se presenta como el más idóneo para acentuar la poca vergüenza, la cara dura de todos aquellos miembros de la cadena que se lucran en base a la aceptación generalizada, a la «normalización» del sinsentido, del ridículo.
Ridículos (de locos), sí, así son la mayoría de precios; como ridículos son muchos de los productos y servicios (en el ámbito de lo accesorio) que a esos ridículos precios se ofertan, y más ridícula es la falsa necesidad de adquirirlos a toda costa, acostumbrándose el consumidor a pagar por lo necesario, el alimento, mucho más de lo que vale. Más que un boicot, lo que me parece urgente y nada ridícula es la necesidad de replantearse la actual máquina de producción-prisa-consumo y reasignar valores a cada cosa, para que podamos hablar de precios mínimamente «decentes», y así buscarnos las habichuelas con dignidad.
*Escritor