Parece mentira que yo, hasta la fecha solitario empedernido, teórico y de facto, haya experimentado una conversión, a la manera de los primeros iluminados, abriendo por fin los ojos a la vida en manada, al encanto del grupo, la sociedad, el rebaño, con todas sus consecuencias. ¿Qué sería de mí ahora, sin cada uno y todas los miembros y extremidades de esta irrenunciable familia social? Les hablo, os a hablo, hermanos y hermanas miembras, del competente y el trabajador y la incansable santa, claro que sí, pero también del chapucero, el corrupto, el metemierda y el infantiloide y la troupe de miserables que salpican el entorno de cada uno de nosotros. Porque, ¿cuántos de esos miembros, en especial hombres, conocéis que brille por su virtud o, como poco, que no resalte, en demasiadas ocasiones, por su completa incompetencia, su muy desarrollado descaro, su hipócrita y falsa empatía y, en resumen, su desastrosa función social? Y ahí seguimos, dándoles la mano cada día porque: ¡somos sociedad!
Vivimos en una sociedad de egoístas, algo que mina las mismas bases de la sociedad ideal, pero ¿no resulta espectacularmente divertido que así sea? La sociedad perfecta, justa, equitativa y des-sa-rro-lla-da, intelectual y humanamente, es una sucia quimera vendida durante centurias por los más lamentables filosófilos e intelectualoides y no digamos politicuchos y politiquistas y sociomaníacos desde sus apestosas cátedras, sus podridos escaños, opúsculos, tratados y manifiestos. La sociedad está condenada, por definición, a la desigualdad y el fracaso como sociedad, porque el ser humano es humano, y no dios, ni tan siquiera fauno o sílfide. Amarrad a uno de estos, por ejemplo, y obligadle a pertenecer a un grupo de su misma especie: dejaría de ser individuo, criatura de la noche. No, amigas, las grandes ideas, obras de arte, de caridad, los grandes descubrimientos y conquistas fueron todas llevadas a cabo por aburridos individuos, nunca por pícaros especialistas en manada.
Todos y cada uno de los monjes que copiaron a los clásicos fueron individuos, artesanos, artistas (¿para qué?). Rafa Nadal es uno, también, pero, decidme: ¿cuántos Rafas Nadales podéis encontrar en una sociedad en comparación con Pedros Sánchez, Feijóos, Yolandas Díaz o tales o cuales? ¡Son calcados, idénticos en discurso e incompetencia, divertidísimos! ¿Y cuántos de vosotros conocéis a un prudente Rafa Nadal de andar por casa, que destaque por su buen hacer y simpatía, en comparación con todos aquellos desastres humanos que cada día os ponen trampas y baches en el camino de una jornada que, de no ser por ellos, resultaría insoportablemente pacífica? ¿Acaso pensáis que han nacido para joderos, que van en serio a por vosotros? Error. Simplemente, son humanos y, por tanto, desastrosos en grupo. (¡Como tú!). Y eso, como diría Eddie Murphy respecto al «mal», ¡es bueno! Porque vivís entre ellos y os dan motivo y excusa para quejaros y maldecir el día en que os encontráis, para echar mano de vuestro ego y perjurar, hipócritamente: «yo no soy así». ¡Bendita mentira! ¡Somos sociedad! ¡Daos las gracias y la paz ahora mismo, como hago yo con todos los incompetentes, granujas y chapuceros, fuente de mi inspiración, motor de mi conversión, que por casualidad o estadística están leyendo este artículo! ¡Gracias, de verdad, grandísimos hijos de puta!
*Escritor