Diario Córdoba

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Carmen Albert

TRIBUNA ABIERTA

Carmen Albert

¿Y si los padres no importamos tanto?

Reconocer esa posibilidad no disminuye la necesidad de una crianza coherente y cariñosa, que dé seguridad al niño

Hace unos días me encontré a mi amigo, médico de familia, cuando volvía de trabajar. Me explicó que aún estaba impactado tras una de las entrevistas de esa mañana. Había atendido a una familia formada por los padres, ya mayores, y su hijo de casi cuarenta años que seguía viviendo con ellos. Había abandonado los estudios años atrás y no trabajaba. Los padres solicitaban que pudiera consultar en salud mental, porque había robado a un amigo de la familia cuando acudió de visita. Estaban convencidos de que esa conducta solo podría responder a un motivo: estaba enfermo, ya que, aunque siempre ha sido flojo, decía el padre, esas cosas nunca las ha hecho. Mi amigo y yo, coincidimos en considerar que esa conducta, si el paciente no presentaba síntomas de enfermedad, debía ser fruto de una negligencia por parte de los padres quienes, posiblemente, habían sido tan tolerantes, tan poco exigentes en su educación, que no habían establecido los límites necesarios, ni siquiera a esa indolencia que venía de antiguo. Y, convencidos de nuestro diagnóstico, cada uno se fue a su casa.

Vivo rodeada de sanitarios y enseñantes por lo que cómo estamos educando a los niños y en qué adultos se van a convertir es un tema frecuente en nuestras conversaciones. Al fijarnos siempre en lo que anda mal, lo que funciona de forma adecuada pasa desapercibido y acabamos construyendo una imagen del mundo algo apocalíptica. Sin embargo, ese encuentro me dejó un resquemor que no se disipaba. ¿Realmente tenía una base sólida para defender de forma tan contundente la influencia de la educación de los padres en la manera de ser de sus hijos?

La opinión más consensuada -la que aprendí en la universidad y trasmití a mis pacientes y alumnos- considera que un ambiente familiar que atienda, proteja y estimule a los niños, donde se establezcan normas claras con límites adecuados y coherentes y en el que la permisividad y la exigencia estén equilibradas, contribuirá al desarrollo armónico del niño, construyendo los cimientos necesarios para que se convierta en el adulto que todos los padres desean.

Como algo había hecho que mi seguridad se resquebrajara, recurrí a un blog que consulto a menudo* y encontré una entrada con el título ‘¿Importan los padres?’ que hablaba sobre Judith Rich Harris, psicóloga norteamericana que, a finales del siglo pasado, publicó ‘El mito de la Educación’. En dicha obra sostiene que la influencia de la genética sobre la personalidad y la conducta es mayor de lo que se había considerado y que, además, la influencia parental -considerada tan importante- se va disipando en el tiempo, mientras que la del ambiente externo a la familia permanece en su manera de ser. Es decir, cómo funciona el niño en su relación con otros niños, la información que de ellos recibe o los modelos que adopta, son mucho más determinantes que los mensajes y modelos de los padres en la construcción de su personalidad.

Si como psiquiatra estas consideraciones trastocan mi andamiaje, como madre me cuesta aceptar esa pérdida de poder: ¿Cómo que no soy tan importante? ¿Y me entero ahora? Bueno, esto no es nuevo en medicina. Durante muchos años se atribuyó la causa del autismo al rechazo inconsciente de la madre. Ahora sabemos que es una enfermedad del neurodesarrollo. Cargar todo el peso de la culpa sobre las madres no sirvió para ayudar a los niños afectados ni a la investigación científica.

Sin quitar valor a una crianza responsable, sobrevalorar su influencia olvidando otros factores puede hacernos caer en juicios de valor rápidos y superficiales que no ayudan a la resolución de los problemas de nuestros hijos. Reconocer que los padres no somos tan importantes no disminuye la necesidad de una crianza coherente y cariñosa, donde el niño aprenda a relacionarse y adquiera la seguridad necesaria para el proceso de socialización. Es ahí donde, según Harris, los maestros tienen un papel decisivo. Ellos pueden, al gestionar los grupos de niños, establecer las normas y límites que tan necesarios se consideran también en el ámbito familiar, influir en el papel de cada niño dentro del conjunto y favorecer la cooperación necesaria para la cohesión grupal. Dirigiendo el grupo se beneficiará al niño.

Días después me encontré de nuevo con mi amigo. Le pregunté qué había ocurrido con aquel caso ya que, con mi entusiasmo en atribuir responsabilidades, olvidé indagar en el desenlace. Como no encontré síntomas, me dijo, le aconsejé que consultara con un abogado.

¿Y si ayuda? Si donde no llegan los padres, llegan los maestros; donde no alcanza la medicina, quizás ayude el derecho. Quién sabe.

*El blog citado es Evolución y Neurociencia, de Pablo Malo, psiquiatra.

** Psiquiatra

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