Diario Córdoba

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José María Asencio Gallego

La Fuenseca: al alma hecha taberna

«No podía creerlo. Esas paredes, esos cuadros. Ese lugar encarnaba la Historia, con merecida mayúscula inicial»

Córdoba es mágica. Sus calles no son sólo calles, sino túneles del tiempo donde pasado y presente se confunden hasta lograr el desconcierto de quienes las recorren. Ellos, peregrinos y viajeros, arriban de los cuatro puntos cardinales atraídos por algo extraño, por una fuerza sobrenatural que les empuja irremediablemente a preparar su macuto y emprender el camino.

Pocos lugares quedan ya así. Los siglos han sido implacables y los hombres, en su idiosincrática paradoja, constructores y destructores a la vez, han convertido sus orígenes en cenizas y leyendas. Nada queda ya de la misteriosa Uruk, gran capital de los sumerios, hogar de Gilgamesh, ni de la dorada Babilonia con sus ocho monumentales puertas y sus jardines colgantes. Pero Córdoba, gracias a los dioses, a todos, aún sigue en pie. Y le pese a quien le pese, hasta la noche de los tiempos, seguirá siendo el faro de Andalucía, como en su día lo fue de la Bética romana y del Califato omeya.

Se dice que hay un instante, uno solo, en el que todo se detiene, en el que el viento deja de soplar. Es casi imperceptible. Y es cuando el último rayo de luz ilumina la ciudad. El Sol, que durante horas ha sometido impunemente la voluntad de los habitantes de la urbe, comienza a sentir los efectos de su fatiga crónica. Aquel que demostró su vigor al mediodía, inicia lentamente su declive. Se debilita. Cada vez más. Su brillo se atenúa y cae. Y así termina desplomándose moribundo tras el horizonte.

Fue en ese preciso momento cuando la vi o, mejor dicho, cuando lo oí. Un tañer de guitarras y una soleá, de Córdoba. No podía ser de otra manera. Bajaba por la calle Imágenes y, conforme avanzaba, me sentí obligado a congelar mi movimiento y escuchar. El ruido de zapato y suelo desfiguraba la melodía. Y me bastó un segundo para comprender que la pérdida de uno solo de estos diminutos intervalos me resultaría imperdonable.

Pero llegó el silencio y, con él, retomé mi marcha. Estaba impaciente por saber, por conocer de dónde había salido aquella voz. Hasta que por fin llegué al lugar. Una taberna situada en la encrucijada entre las calles de Juan Rufo y Conde de Arenales. La Fuenseca, se llamaba. Y sobre una placa podía leerse la frase «peña flamenca merengue de Córdoba». En su interior había apenas tres personas, una de ellas guitarra en mano. Y detrás de la barra, una chica, joven, que más tarde se presentó como María. «Ponme un medio», le dije. Y ella alcanzó un vaso, se aproximó al grifo y lo llenó. Acto seguido le pregunté por la música, a lo que me contestó que quien tocaba era su novio, Jesús, el dueño de la taberna, cuyos orígenes se remontaban a mediados del siglo XIX, al reinado de Isabel II, cuando el general Narváez ocupaba la presidencia del Consejo de Ministros.

No podía creerlo. Esas paredes, esos cuadros. Ese lugar encarnaba la Historia, con merecida mayúscula inicial. Y cual fue mi sorpresa cuando además descubrí que, tras la conquista de Córdoba por Fernando III ‘el Santo’, Rey de Castilla, el solar donde ahora se erigía la Fuenseca había acogido la primera misa en la ciudad.

«Jesús toca y yo, de vez en cuando, canto --me confesó María-. Y bueno, también escribo». Rebuscó por debajo de la barra y me dio una revista, Zoco Flamenco, en cuyo interior había un artículo firmado por ella. Una noche con Israel Fernández.

El cielo se oscurecía y comenzaba a llegar más gente. Un tipo joven ocupó un taburete próximo al mío, sacó una libreta y comenzó a escribir a boli sobre las páginas en blanco. Soy curioso, de modo que furtivamente leí unos fragmentos. Era poesía. Aquel chico era arquitecto, pero, ante todo, era un poeta. Y se llamaba Pablo, Pablo Rivero. Hablamos sobre Góngora y, al oír este nombre, María llenó nuestras copas de Montilla-Moriles.

La noche avanzaba y el lugar se llenaba. Músicos, escultores, poetas y un catedrático, Federico, que me habló de la Judería en sus tiempos de estudiante en la Universidad de Córdoba.

La Fuenseca es, al fin y al cabo, la madriguera de conejo que, una noche cualquiera, sin haberlo previsto, condujo a un viajero a lo más profundo y auténtico de la magia cordobesa. Por ello, antes de salir por la puerta, le prometí a Jesús que escribiría unas líneas sobre el lugar que, con alma y esmero, había mantenido y seguro mantendrá. La Fuenseca es Córdoba, sus calles, sus plazas, los rostros de aquellos que ya no están y las imágenes de un pasado remoto, pero nunca extinto.

Mi abuelo, Manuel Asencio, era cordobés. Mi padre, José María Asencio, es cordobés. Y yo, mientras estuve en La Fuenseca, también fui cordobés.

Volveré pronto. No me cabe duda. Aquí lo dejo escrito.

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