Diario Córdoba

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Francisco García-Calabrés

Teatro

«Es fuerte, resiste a las guerras, a las censuras, a la falta de dinero, y renace de sus cenizas»

Muchos escenarios viven nuestros ojos y recorren nuestros sentidos. El mundo entero es un teatro, diría William Shakespeare. Hoy, en la antesala del Día Mundial del Teatro, que ayer nos recordaba con su homenaje el nutrido grupo La Toga Teatro en un brillante y emotivo acto bajo la dirección de Marina Pérez Caballero, me quiero referir a ese «espacio que nos sirve para contemplar», qué es lo que significa en su origen griego el término «theatron», de donde nace el actual. El teatro, la mayor de todas las formas de arte en palabras de Oscar Wilde, nos conmueve, ilumina, incomoda, perturba, exalta, revela, provoca, transgrede. Es una conversación compartida con la sociedad, que secularmente ha sido menospreciado, referido a cómicos y gentuza, a escoria de mala ralea. El propio Buda prohibía a sus seguidores asistir a las representaciones teatrales. En la Roma imperial, los actores eran reclutados entre esclavos y reciben el nombre de «los infames».

Al cristianismo también le costó admitir esta arte escénica. En su tratado Contra los espectáculos, el santo Cipriano proclamó que los actores eran hijos de satanás, y las actrices eran, nada menos, que prostitutas babilónicas. No fue el único. San Judas Crisóstomo llamó a los teatros «lugares de impudicia, escuelas de maldad, auditorios de la peste y colegios de lujuria». Incluso el Concilio de Nicea proclamó que «los actores y actrices, los gladiadores y los empresarios de espectáculos, los flautistas y citaristas, las danzarinas y cuantos sientan pasión por el teatro sean expulsados de la comunidad cristiana». Las autoridades francesas prohibieron a los actores de feria interpretar cualquier texto de la literatura nacional, y hasta instaron al mismo Moliere para que abandonara su oficio de actor como condición para entrar en la academia francesa. Incluso a los cómicos de la Inglaterra isabelina se les marcaba a fuego.

Sin embargo, el teatro es fuerte, resiste, sobrevive a todo, a las guerras, a las censuras, a la falta de dinero, y renace cada día de sus cenizas. No es sino una convención que hay que abolir incansablemente. Así es como sigue vivo. Desempeña una evidente función social. El teatro tiene una vida abundante que desafía el espacio y el tiempo, y las obras más contemporáneas se nutren de los siglos pasados, los repertorios más clásicos se hacen modernos cada vez que son subidos de nuevo a escena. El teatro nos traslada a cualquier espacio y tiempo. Y sobre todo, con sus personajes, nos sitúa ante el espejo de nuestro propio ser, mostrando las verdades sobre la vida y la sociedad, iluminando unas sombras que no siempre resultan amables. Como indicó el propio Arthur Miller, el teatro no puede desaparecer porque es el único arte donde la humanidad se enfrenta a sí misma.

El teatro nos acoge y nos protege, nos acaricia y nos estimula, entabla un diálogo con el espectador, espanta los odios y fomenta nuestra universalidad como seres humanos. De él, diría García Lorca, «es la poesía que se levanta del libro y se hace humana. Y al hacerse humana, habla y grita, llora y se desespera». Se levanta el telón. El público espera en el patio de butacas. A los actores les pellizca la emoción y el corazón acelera sus latidos mientras se desean «mucha mierda». Sin imposturas ni tomas falsas. ¡Viva el teatro!

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