Los horrores de la guerra, la invasión de Ucrania, los intensos bombardeos, las muertes de tantos inocentes como sucumben en la tragedia, golpean las sienes y las conciencias de una humanidad que se rompe en pedazos, sin encontrar el camino de la paz entre los pueblos. ¿Cómo es posible que se produzca ante los ojos atónitos del mundo la invasión de un país, los ataques sangrientos sobre personas indefensas, las caravanas humanas, como «procesiones de sangre y lágrimas», en palabras del papa Francisco, corriendo desorientadas, desalentadas, en una huida escalofriante para salvar sus vidas? Ante tanta injusticia, fracaso y dolor, «¿dónde está Dios?». La respuesta traspasa las barreras de la falta de creencia y nos habla de un Dios que no hay que buscarlo en lo alto del cielo, gobernando el cosmos con poder inmutable, sino en medio de nosotros. Dios está aquí con nosotros, entre nosotros y en lo más profundo de nuestro ser. Dios está precisamente donde los hombres han dejado de buscarlo. Dios se mezcla con nosotros, camina por nuestras carreteras, habla con nosotros, vive la vida de todos, comparte nuestras penas y nuestros afanes, participa en las alegrías y preocupaciones de nuestra existencia cotidiana. Dios se presenta entre nosotros con rostro de hombre. Creyente es, pues, el que sabe reconocerlo. Estamos recorriendo el camino cuaresmal, que nos ofrece tres hermosos pilares: Primero, la oración, la fuerza del cristiano, de todo creyente. Cuando nos sentimos débiles y frágiles, podemos dirigirnos a Dios con la confianza de un hijo y entrar en comunión con Él. Como bellamente nos dice el papa Francisco: «Ante las muchas heridas que causan dolor y podrían «aridecer» nuestro corazón, estamos llamados a sumergirnos en el mar de la oración que es el mar del amor sin limites de Dios, para que nos consuele con su ternura». La Cuaresma es tiempo de oración, de una oración más intensa, prolongada y asidua, más atenta a las necesidades de nuestros hermanos, una oración de intercesión ante Dios por la pobreza y el sufrimiento que hay en el mundo. El segundo pilar es el ayuno, palabra que no tiene un sentido alimentario sino ascético. Como bien señala el Papa, «el ayuno tiene sentido si hace que nuestras certezas se tambaleen realmente, si supone un beneficio para los demás, si nos ayuda a practicar el camino del buen samaritano que se detiene al ver a un hermano en apuros y lo ayuda. El ayuno comporta la elección de una vida sobria, que no derrocha ni descarta. Ayunar ayuda a entrenar el corazón para lo esencial y para compartir. Es un signo de toma de conciencia y de responsabilidad frente a la injusticia y al abuso, sobre todo de los más pobres y desamparados, y es el signo de confianza que depositamos en Dios y en su providencia». Y por último, como tercer pilar del camino cuaresmal, la limosna, no como alimento de nuestra vanidad sino generosa entrega de nosotros mismos para ayudar a los hermanos. La limosna que nos pide este año la cuaresma no es la de ofrecer unas monedas sino unos latidos que brotan de nuestros corazones angustiados, y que se derraman y extienden por todo el mundo para curar heridas y dar calor a tantos corazones abandonados. La liturgia de la Iglesia nos ofrece hoy el evangelio de la Transfiguración de Jesús en el monte Tabor, mostrando su gloria a sus discípulos, pero no para evitarles el cáliz de la cruz, sino para enseñarles a dónde conduce. Quien muere con Cristo, con Cristo resurgirá. Y la cruz es la puerta de la resurrección. Quien lucha junto a Él, con Él triunfará. Este es el mensaje de esperanza que contiene la cruz de Jesús y que el mundo necesita para creer con fuerza en la «revolución del amor» y luchar contra la «cultura de la muerte» que destroza las entrañas de la humanidad. Una voz de fondo grita entre las nubes de esta hora: «Escuchad a Jesús porque es mi Hijo Predilecto». ¡Escuchemos a Jesús para salvar al mundo!