Lealtad es, o podría ser, la de esa abuela que dice lo preciosa que va su nieta con el pelo a tres colores y vaqueros acuchillados. Lealtad es la del perro que muere por su amo. Lealtad es guardar tu secreto, respaldarte en tu anhelo equivocado, no volverte la cara cuando fracasas, seguir en tu barca ahora que hace aguas. Lealtad puede ser acompañar al amigo en la derrota, como ha hecho el periodista y diputado por Málaga Pablo Montesinos.

Pablo Casado, en su despedida, prometió lealtad a Núñez Feijóo y deseó a su sucesor al frente del Partido Popular la «suerte» y «todo el éxito para concitar la lealtad y el respaldo que sin duda va a necesitar». De su discurso se le infiere sabedor de que no ha tenido la suerte, o la habilidad, de forjar en su entorno esas lealtades. Eso, en política, se obtiene con cesiones, cargos y alianzas, con una habilidad estratégica que es inútil si no va acompañada de buenos resultados en las urnas. Casado no tenía fuerza, y, por lo visto, muy pocos amigos dispuestos a arriesgarse a perder el cargo. Y muchos ‘compañeros’ esperaban ver pasar su cadáver desde que accedió al cargo con el apoyo de una María Dolores de Cospedal dispuesta a todo para que Soraya Sáez de Santamaría no fuese presidenta del PP. Estos días nos hemos acordado mucho de Soraya, aunque las formas barriobajeras de Isabel Díaz Ayuso y su petición de cabezas en el PP nos despisten un poco. Ahí se queda Núñez Feijóo, un líder más cuajado y fiable que Casado, defendiendo los éticamente indefendibles contratos del hermano de la presidenta madrileña. Va a tener que concitar mucha lealtad, pero que mucha.