El alma de la España vaciada se percibe mejor  en la cuesta de enero cuando el frío y la soledad señalan más las heridas y las campanas doblan demasiado a muerte desde la torre. La España vaciada, que se está preparando para entrar en campaña electoral, no es literatura sino soledad de invierno con casas vacías, chimeneas apagadas y leños echando humo. Y matanzas casi sin cochinos porque hasta los cerdos faltan. La soledad de los pueblos en invierno, la nómina de la España vaciada, es quizá la belleza por antonomasia de una España que surgió tras la victoria y el hambre del 39, cuando las fake news de ahora no se llamaban así y el nacionalcatolicismo señalaba a quien no se santiguaba. En la gran capital, por esos barrios por donde la gente comenzó a mejorar su miseria con sueldos pobres y a construir sus chabolas por las noches, nadie miraba a nadie y la España de los pueblos empezó a liberarse en la ciudad y a construir la España vaciada donde si no rezabas te llenaban de infierno. La España vaciada, la de ahora, son caminos de la infancia a los que no llegan los jóvenes de móvil y pantalla de ordenador, cerca de esos sarcófagos del Baño, por la huerta de Manuel Ramón, por donde íbamos al río Guadamatilla a la romería del Lunes de Pascua, cuando daban vacaciones a los seminaristas una vez que había resucitado el Señor y hacíamos autostop del Calatraveño para Los Pedroches.   

De aquella España que ahora se está quedando aún más vacía queda sin embargo una belleza que los políticos tendrían que defender como turismo de auténtica creación, el alma de la España vaciada, donde la soledad del invierno en los pueblos es una enciclopedia de los saberes más humildes y necesarios: cuando la historia eran los pueblos, que cuidaban las vacas, los cochinos, el maíz, la cebada y el trigo que daban de comer al país y a los que se podía llegar, desde Madrid o Córdoba, también en autostop, porque todavía el ser humano hablaba con otros miembros de su especie y no se ocultaba detrás del móvil, el aparato más listo inventado por el hombre, cuyo mal uso ya enfermaba a la humanidad.

Al alma de la España vaciada se le ha sumado ahora la pandemia del covid, que ha convertido a los pueblos en espacios de soledad alimentada por conversaciones de wasap, donde el protagonismo es para móviles y teclados. Y para un silencio que ocupa todas sus calles, que de puertas adentro se introducen en España, en Tele 5, en Sálvame, donde una de sus presentadoras tiene capacidad hasta para romper el diccionario griego, una de cuyas letras le ha dado nombre a una variante del Covid, según ella a Oritron. Como para que el Ministerio mantenga en los planes de estudio el latín y el griego, aquellas lenguas antiguas que nos enseñaron a comprender el significado de las palabras y su historia y que yo, siendo todavía bachiller, enseñé en verano a universitarios de mi pueblo. A veces –hay que decirlo- hay cierta incultura en España, sea en la  vaciada o en la excesivamente habitada. Menos mal que nadie se hizo eco de la propuesta de la Federación de Peñas de Córdoba de traer a la cabalgata de reyes a “otro experto” de Tele 5. El invierno, donde mejor se percibe el alma de la España vaciada, ha sido siempre la matanza, la torre de la iglesia con sus campanas de repicar a gloria y, sobre todo, doblar a muerte, la candela, los villancicos y la Navidad, los entierros de enero  y la soledad. Más o menos los caminos de la infancia a donde no vuelven estos muchachos de móvil y ordenador porque quizá tengan prohibido ver la larga cola de un zorro por esos campos por donde íbamos a las pedreras cuando éramos chicos. Cuando la obligación de nuestra edad era recorrer los caminos de la infancia, por donde ahora marca senderos el alma de la España vaciada.