Hablar de felicidad, en este momento de la historia, suena más a «provocación» que a «invitación». Y sin embargo, el Año Nuevo que acabamos de estrenar se abre con un brindis por la felicidad, en un anhelo colectivo de que todo vaya mejor, de que la pandemia vaya remitiendo, a pesar de que siguen invadiéndonos nuevas olas entre pesadumbres y miedos. Seguimos en tiempo de Navidad, es decir, de salvación. Ayer, celebrábamos la fiesta de Santa María, Madre de Dios, Reina y Madre de la paz; hoy, en este segundo domingo de Navidad, la liturgia de la Iglesia vuelve a recordarnos el precioso himno cristológico, -»Y la Palabra se encarnó y habitó entre nosotros»-, que expresa, en forma de confesión, la fe en Cristo como Palabra, su procedencia divina, su influencia en el mundo y en la historia, posibilitando a los que lo aceptan «ser hijos de Dios». Hoy estamos llamados a acoger esa Palabra hecha carne y a dejar que el Señor nos transforme, estamos invitados a contemplar ese «increíble paso de Dios», expresión extrema de un amor sin límites. Estrenemos el Año Nuevo con dos hermosos consejos: el primero es de un santo actual, san Josemaría, fundador del Opus Dei: «En vez de «Año nuevo, vida nueva», hemos de decir: «Año nuevo, lucha nueva», porque los que dicen «vida nueva», probablemente no mejorarán de vida, pero los que «luchan» cada día, sí que tendrán el éxito asegurado. Y el segundo consejo siempre me ha encantado: «Para ser feliz no se necesita una vida cómoda sino un corazón enamorado». Desde la orilla de la esperanza y de la fe, me atrevería a ofrecer, en los albores del nuevo año 2022, con tantas incógnitas e incertidumbres, este sencillo decálogo con un buen puñado de sugerencias luminosas. Primero, pon en tu vida, cada día, un amanecer. No te quedes en la oscuridad de la noche, ni en el fragor de la tempestad. «Amanece» con el alba, «estrena» jornada. Segundo, ¡vive, que no te vivan! Vive como «vivo», no como «autómata», no como máquina programada para rastrear dinero, no como «depredador de placeres». No puedes tomar la vida como «viene». La vida «viene» como tú decidas, con la impronta que tú le des. Tercero, coloca en tus labios la palabra «Padre», en la que se encierra, decía un gran historiador, José María García Escudero, todo el cristianismo. No te sientas huérfano. Un «Padre de ternuras y bondades» nos tiende su mano en todos los momentos de nuestra vida. Cuarto, «alégrate». Me encanta esta palabra porque fue la primera palabra que escuchó de Dios, una jovencita de Nazaret, llamada María. No lo olvides: «Alegría y amor son las alas para las grandes promesas». La sonrisa es el idioma universal de los hombres inteligentes. Ríe y el mundo reirá contigo; llora y llorarás solo. Quinto, aprende a «curar heridas y a dar calor a los corazones». Cada «tú» con el que nos cruzamos nos regala un «crecimiento». El amor no escoge lo intachable sino lo abatido, lo que este mundo no escoge. La fragilidad es el cimiento más resistente. Sexto, «reza y ama», o mejor, empieza amando y terminarás rezando. Como rezaba Carlos de Foucauld, explorador místico, después de una vida truculenta: «Oh Dios, si existes, haz que te conozca». Séptimo, elige «cielos», no «infiernos». Desgraciadamente, somos lo bastante estúpidos como para elegir el infierno y pensarnos a salvo. Octavo, no temas las heridas, ni las derrotas. Dios entra en el hombre por las heridas. Noveno, mira con frecuencia tus manos para ver si están «llenas». Decía el poeta: «Me gustaría hablar como los árboles: dando frutos». Décimo, «la vida empieza de nuevo a cada instante», musitaba el monje trapense, Thomas Merton. Pero también un poeta la ha definido así: «La vida es un copo de nieve sobrevolando un incendio». En nuestras manos está, «preservarla y gozarla». ¡Feliz Año Nuevo!