Nunca se me ocurrió imaginar que a mi edad me iba a ver en clases de natación. La conclusión que saco de esta pandemia es que ha venido a demostrarnos que nadar no es mover brazos y piernas a fin de flotar y avanzar sobre el agua. Nadar es tomar decisiones a tiempo y adoptar actitudes de forma responsable, sin dejarte influenciar por nadie.

Cuando todo esto empezó, -o cuando fuimos informados del comienzo-, dejamos que esa primera ola desconocida nos diese un revolcón más que doloroso que nos dejó las rodillas ensangrentadas y los ojos llenos de lágrimas, y no por el salitre precisamente. Nuestros instructores de natación nos dijeron que era una ola que en otras aguas había provocado varios ahogamientos pero que cuando llegase a nuestra playa su fuerza sería mínima. Y nos dejaron colocada la bandera verde. Confiamos en los que creímos manejaban el nado de rescate y resultó que de lo único que saben es de técnicas de zafamiento.

A partir de ese momento deberíamos haber aprendido que para sortear el resto de olas no podíamos poner nuestra suerte en manos de quienes estaban tan asustados e ignorantes como nosotros mismos, porque de haber una tabla salvavidas para dos, ellos serían «Rose» y nosotros «Jack»; porque para mantener intactas sus privilegiadas posiciones seguirían poniendo bandera verde escondiendo sus escrúpulos bajo cualquier roca; porque si advirtiendo del peligro del estado de la mar perdían «la simpatía» de los que vivían de ella, callarían para siempre -o delegarían la decisión a las CCAA-.

Con todo esto, lo que quiero decir es que nuestros políticos, de los que nos hemos dejado llevar de la mano para saltar y sortear olas de esta pandemia, están tan perdidos y cansados como nosotros mismos -o más, porque de los muertos que queden en la orilla depende su futuro electoral-. Están tomando medidas que en ocasiones pueden resultar más o menos eficaces pero, en cualquier caso, siempre podrán argumentarnos, ante el reproche de haber quitado esa bandera verde demasiado pronto, o haberse quedado cortos poniendo sólo la amarilla, que ellos no saben de medicina ni de marinería (de piratería es otro cantar), que los verdaderamente responsables de poner a nuestras conductas la bandera roja somos nosotros. ¡Y encima tendrían, muy a mi pesar, hasta razón!