Pienso ahora en todas las familias que tienen gente lejos. En los hermanos, los hijos y los padres que no pueden venir. En el desarraigo que eso entraña, en esa herida abierta en la emoción. Pienso en la fuerza que se debe guardar dentro del pecho de quien se queda solo. De quien se queda sola. A uno y otro lado, aquí o allá. En ese cielo abierto cuando deja de serlo. Pienso en los que no pueden viajar, en fronteras cerradas, en esa soledad sobre los calendarios, cuando te levantas tachando cada fecha para superar esta escalada, aunque no sabes bien qué puede esperarte al otro lado. Esta última semana ha sido demasiado extraña, demasiado inhóspita. Una enajenación sobrevenida. De pronto todo se ha derrumbado sobre nuestras cabezas: estábamos ya regresando a la normalidad, incluso presentando libros, recibiendo a lectores, estrechando sus manos, cuando nos ha caído la persiana de toda esta avalancha de contagios que nos ha vuelto a revolver la vida.

Estos días nos encontramos con una sexta ola que no es la peor de todas, pero sí la más expansiva en datos de contagio. Sabemos que los niveles de ingreso en la UCI y de hospitalización graves son mucho menores, con unas cifras de fallecimiento también muy inferiores a las padecidas en las anteriores. El epidemiólogo Adolfo García-Sastre, director del Instituto de Salud Global y Patógenos Emergentes y de la Escuela de Medicina del Monte Sinai de Nueva York afirma que «es muy difícil, si estás vacunado desarrollar una enfermedad severa, aunque te infectes con ómicron» por lo que «no hay razón para alarmarse». Sí ha reconocido que esta variante «es mucho más transmisible que la delta». A continuación, el golpe de esperanza que también hace falta: «El virus no se va a poder hacer más transmisible» de lo que es actualmente y puede convertirse en algo similar a la gripe, «que cambia todos los años». «Vamos a tener que convivir con él vacunándonos todos los años o cada cinco. Pero conviviremos más relajados que ahora, con menos problemas y sin una crisis sanitaria». Aunque ya nos creemos que sabemos tanto de Covid como de las alineaciones de Luis Enrique con los juveniles de la selección, en esto, como en todo, siempre hay que dejar hablar a los expertos. No me refiero a los expertos que siempre mencionaban Fernando Simón y Pedro Sánchez, antes de descubrir que en ese comité, y es una rareza en el Gobierno, todos los sillones permanecían vacíos. Tampoco me refiero, por supuesto, a la escopeta de feria apolillada con la que siempre dispara sus vaticinios el propio Simón. No: me refiero a los expertos de verdad, como Adolfo García-Sastre, que al hablar tiene el impacto del sentido común puesto de frente.

Ni se entendía el todas a la calle el fin de semana del 8 de marzo de 2020, para que no se perdiera el paso intencionado del Gobierno con la coartada ideológica (para luego salir de ahí varias ministras y parientas contagiadas en la fase más dura), ni tiene sentido hoy, cuando los efectos resultan, por ahora y afortunadamente, mucho menos nocivos, levantar esta alarma general. Es cierto que la propagación es alta: pero si luego tienes el efecto de un catarro, no puedes asimilarlo a los contagios de marzo de 2020.

O sea: cuando la letalidad era máxima, el virus no era nada, para declarar el estado de alarma solamente unos días después. Es que no se sabía, dicen las almas cándidas. Claro, por eso media Italia estaba cerrada, como cuenta Yolanda Díaz en su campaña de promoción. Tampoco hoy parece razonable andar acojonando al personal, con efectos más leves. Precauciones: todas. Pero la situación ya no es la misma, y no se dice.

Nos ha hecho falta, antes y después, una dirección moral que nunca hemos tenido. Cuando se trata de reclamar méritos, ruedas de prensa y pecho enardecido. Pero si hay que tomar decisiones, se delega en las comunidades autónomas. Nunca un mando único real, salvo cuando se trata de decir que hemos vencido al virus, aunque fuese mentira. Nunca una ley estatal de pandemias. Y la reunioncita con los presidentes autonómicos el día de antes de Nochebuena. Todavía habrá quien lo defienda, porque los fascistas son muy malos y andamos siempre inmersos en la Guerra Civil. Pero lo cierto es que no vivimos en 1936, sino en 2021, y estamos ante el hombre que nunca alcanza su liderazgo.

A pesar de todo, aquí continuamos. Ausentes y presentes, próximos y lejanos, hay que seguir remando. Feliz Navidad, porque también hemos aprendido que no hay más vida que el presente en pie.

* Escritor