Primero, decidió creer. Y creía más que nadie en Dios, por una parte, que para eso era monja, y por el otro en el PSOE, con Felipe González como su profeta. Se trataba de mi tía Ana María Niza Rubio, que ha fallecido hace poco con 96 años de edad con todos y cada uno de sus días, hasta el último, al pie del cañón, y de la que no les hablaría si no tuviera el firme y absoluto convencimiento de que es un ejemplo práctico y directo para una sociedad y un mundo político cada vez más sectarista e imbécil. Una auténtica vacuna contra la idiotez y el individualismo y una de las mujeres cordobesas que, sin exagerar, más ha trabajado en esa novena provincia de Andalucía que es la emigración de la segunda mitad del siglo XX. Pregunten si tienen ocasión en Vallecas y, sobre todo, en la parroquia de Santa Irene, y ya les contarán.

Y es que además de su doble fe, Ana María Niza era una continua sorpresa de valores aparentemente contrapuestos, viviendo con toda pasión y amor y a la vez con la autodisciplina de un samurai. Merecedora tanto de un homenaje de Cáritas como de CCOO por su labor de décadas en Vallecas por formar parte destacada de esa obra colectiva que, desde el chabolismo de los años 60, levantó y dignificó el barrio obrero de Vallecas.

Fue superiora de las Hermanas de la Caridad en un colegio de Toro (Zamora) aunque después, sin bajar de rango, no llevaría hábito en el Madrid de la clandestinidad de los ‘curas obreros’ por si le acababa cogiendo la Brigada Política (no quedaba fino una religiosa detenida). Implicada políticamente y más aún en lo social. Apasionada por el tenis, que jugó con el hábito puesto y con un magnífico revés, profesora de guitarra, impulsora de una escuela infantil obrera, voluntaria de los servicios sociales, colaboradora con ayudantes de la Oficina del Defensor del Pueblo, capaz de enseñarle a sus sobrinos el himno de Andalucía en Madrid cuando aún estaba eso perseguido y Carlos Cano no había cantado a la bandera verde y blanca, payaso vocacional en cuyo disfraz se sentía feliz en las fiestas de los pequeños (payaso triste, eso sí) y poetisa, cada año más delicada. Su última obra dedicada a un banco es todo un homenaje solidario a los mayores en el confinamiento por la pandemia.

Solo tenía un defecto patente, que no desmerece porque venía a demostrar su naturaleza humana: era la peor conductora del mundo. Todo un peligro agarrotada al volante de aquel ‘seiscientos’ al que, también es cierto, tantas iniciativas solidarias en los años 70 le debían en el trajín diario de aquella monja comprometida. Que San Cristóbal, el único con el que tendrá alguna deuda, le perdone. Una mujer-mujer, con la doble admiración que supone repetir esa palabra, que ya de niña conocía las miserias, el miedo y, sobre todo, la responsabilidad y que, por ejemplo, cruzó el frente de guerra con su familia perseguida y ayudando a su madre cuando contaba solo 11 años. Trágicas experiencias pese a las cuales apostó por el amor como fuerza para transformar el mundo. Una persona a la que, al contrario de lo que ocurre ahora donde parece que nos apuntamos a una idea como el que se inscribe en un gimnasio, primero eligió qué mundo mejor necesitamos y por el que vale la pena vivir y morir y, luego, qué instrumentos usar. Descansa en paz, incansable Ana, porque tu legado y ejemplo no lo van a hacer en Vallecas, en Córdoba ni en quienes te conocieron.