Cada vez que entro por la puerta de la Fundación Antonio Gala algo bueno y noble me renueva. Puede ser el espacio mineral, ese antiguo Convento del Corpus Christi ahora convertido en residencia para jóvenes creadores que es un remanso blanco de sosiego. Pueden ser quizá sus muros altos, las pinturas que cubren las paredes, el silencio pacífico de una fertilidad que también se expone en esas esculturas de los pasados residentes que uno encuentra al subir las escaleras, al doblar una esquina, con su sorpresa de corporeidad, con su vistosidad reconvertida en una obra coral y en movimiento. Puede ser ese patio en el que ya conocí a las primeras generaciones de becarios, hace ya veinte años -como de casi todo hace ya veinte años, escucho todavía decir a Jaime Gil de Biedma-, que me trae recuerdos de otras juventudes y de impulsos futuros que no son muy distintos a los que siento hoy. Puede ser también la misma aspiración fundacional del propio Antonio Gala: esa convivencia entrelazada con varios creadores de disciplinas diversas enriqueciéndose entre sí, entablando diálogos sutiles que no son solamente sobre el hecho artístico, sus posibles sombras y también sus discretos fulgores, sino ese enraizamiento poderoso y tangible que la propia creación tiene en la vida. Y puede ser también -y desde luego sé bien que lo es- una sensación de calidez al recorrer esas galerías, al escuchar las voces, al contemplar la obra de un hombre que dejó su legado y su patrimonio para un programa de becas destinadas a jóvenes creadores que es la mayor expresión de generosidad que se ha visto hasta el momento no en un escritor, sino en una personalidad de verdadero éxito.

En las últimas semanas, gracias a la invitación de Francisco Moreno y de José María Gala, he podido disfrutar de dos días extraordinarios en la Fundación Antonio Gala. Estamos ante el típico artículo en el que el autor nos cuenta algo para acabar hablando de sí mismo: así que desde el principio enmarco bien el tema y la intención, porque yo no he venido aquí a hablar de mí, sino de la actual generación de jóvenes creadores, los que se corresponden con el curso 2021-22, que he tenido la suerte de conocer estos días. Ya la forma que tuvieron algunos de ellos de presentarse y comentar mi conferencia del primer día, dentro de las jornadas sobre la obra y la dimensión de Antonio Gala, destacaba por la precisión de sus observaciones. Pero el segundo día, cuando tuve la oportunidad de comer con ellos y con José María Gala, disfrutando después de una tertulia de tres horas largas -que se me hicieron cortas- me pareció una maravilla. ¿Por qué? Como les dije a ellos, porque estaban haciendo las preguntas adecuadas. No solo las necesarias, sino las imprescindibles. Cómo incardinar el hecho creativo en las necesidades económicas del día, las formas de afrontar los posibles bloqueos, la estructuración de un proyecto, las fuentes muy diversas de las que puede surgir ese chispazo inicial del incendio antes de ser palabra, la relación con la tradición y las escuelas literarias y artísticas, el pulso entre confesión personal y la necesaria contención de una intimidad, la permeabilidad entre las distintas formas de experiencia artística, el miedo al fracaso, al paso del tiempo. Cómo las relaciones personales, alargadas en el tiempo, con las personas no adecuadas, que no te valoren en tu ser más íntimo -que solo te sigan mientras dure tu brillo de oropel, en la riqueza y la salud, pero no en el bloqueo ni en ese claroscuro de la vida que a todos nos alcanza- acaban resultando perniciosas. O cómo hay que seguir siempre adelante, con los instantes precisos de reposo, de oxigenación, para volver después a la creación con fuerza.

Quiero decir que nadie anduvo preguntando las cosas típicas que preguntan -se han preguntado siempre- ciertos artistas jóvenes. Cómo llegar allí, como contactar con tal, como presentarse a. Todo legítimo: pero la creación es mucho más. Y no encontré la figura del joven ansioso por llamar la atención y convertirse en el protagonista, ya con la vanidad saliendo con los poros como las coladas de La Palma. No, no había nada de eso: se escuchaban entre sí con atención, se complementaban las frases, se las matizaban, con su mezcla fantástica de respeto y juego colectivo en marcha. Algo muy bueno va a salir de ahí y está saliendo ya. Enhorabuena a los seleccionadores. Fue un regalo pasar la tarde con ellos para luego salir, antes de caer la noche, renovado por algo noble y bueno.

* Escritor