De acuerdo, lo confieso: tengo verdadera aversión a las frases de autoayuda que aparecen en los sobres de azúcar. O a las de esa marca tan japy que decora ropa, tazas de desayuno y todo los que se le pone por delante. Me parecen el resumen perfecto de esta infantilizada sociedad que cree que «todo se consigue con cerrar los ojos y desearlo mucho», o que «uno aprende a ser feliz cuando descubre que estar triste no sirve de nada».

Y eso que mi natural optimista suele ver siempre un agujerito por el que puede colarse una opción feliz, pero todo ese despliegue me recuerda a cuando forrábamos las carpetas con las páginas del Superpop y hacíamos los tests infalibles sobre la felicidad y lo que ibas a conseguir en la vida y blablabla. Como si te tocara por derecho el lote completo de salud, trabajo, amor, casa en la playa, coche y hasta perro.

Pero pasan los años y te demuestran que no es así, que muchos se quedaron por el camino sin cumplir apenas los treinta, que hay amores que acabaron en divorcios feos y que el trabajo soñado resulta un simple medio para pagar facturas y conseguir unos pocos días libres al año. Si hace veinte años nos hubieran desvelado cómo sería hoy nuestra vida, no nos creeríamos casi nada, o muy poco.

Eso de que con esfuerzo cualquier cosa es posible no resultó tal cual, ni de lejos, pero al menos es una manera de hacerte responsable de tus éxitos y fracasos sin culpar al karma, a los demás o a la injusticia cósmica.

Año tras año veo pasar grupos de alumnos que se creen con todos los derechos y ninguna obligación, a los que han convencido (interesadamente) de que se lo merecen todo porque sí y que no hay que pelear para (intentar al menos) conseguir sus metas. Normal: es el modelo de personas de éxito que les venden (y muchos compran) los medios de comunicación y quienes están tras ellos.

Y lo curioso es que cada vez hay más adultos que también lo creen, por lo que viven sus días en un constante pataleo reclamando aquello que sienten que alguien les roba, aunque nunca lo hayan ganado por sí mismos. La frustración del príncipe destronado de un trono imaginario. Una sociedad de pedigüeños y plañideras que no se hace responsable de nada, pero que lo exige todo. Y, de pronto, la vida les da la bofetada que no esperaban y se quedan petrificados, con un sincero desconcierto, pensando que no merecen eso.

Por suerte hay quien se levanta y se da cuenta de que hay que esforzarse y remar, aunque puede que ni así llegues a la orilla. Pero la opción contraria es, sin duda, ahogarse.