Mi madre, que tiene más de noventa años y una salud envidiable para esa edad, dice que una amiga suya bastante más jovencilla, como unos diez años menos, ha pegado el chanquetazo y que de pronto parece incluso mucho más vieja que ella.

Esa sencilla observación de mi madre, tan descriptiva de lo que es un envejeci-miento repentino, con esa expresión típica al menos de Montilla y la Campiña Sur cor-dobesa, es fiel reflejo de esa sorprendente sabiduría popular que con frecuencia termina siendo corroborada por la ciencia. El envejecimiento es un proceso muy complejo que responde a pautas difíciles de describir y de generalizar. Parece como si cada persona siguiera su propia trayectoria vital hacia la muerte.

Recientemente, sin embargo, un grupo de investigadores de la Universidad de Stanford, en California, han realizado un estudio cuyos resultados, publicados en la re-vista ‘Nature’, permiten sugerir que hay una edad más o menos precisa a partir de la cual las personas empezamos a envejecer: alrededor de los 34 años comienzan a detectarse los primeros signos de envejecimiento.

En ese estudio, los científicos tomaron muestras de sangre de 4.263 personas de entre 18 y 95 años, y analizaron los niveles de 2.925 proteínas diferentes que sirven co-mo indicadores de diversos procesos fisiológicos relacionados con el desarrollo y el en-vejecimiento. Aparte de fijar la edad aproximada en la que se notan las primeras señales del envejecimiento, los resultados del estudio revelaron que muchas de esas proteínas muestran importantes cambios repentinos justo a tres edades progresivamente, que se corresponden con una edad adulta temprana, edad media tardía y vejez, mientras que durante el resto de la vida pueden mantenerse constantes o subir o bajar, pero de una forma lenta. Y, por tanto, el envejecimiento fisiológico no ocurre a un ritmo uniforme, sino que dibuja un trayectoria que va descendiendo hacia la vejez con tres «chanquetazos» a lo largo de la vida: el primero a la edad de 34 años; el segundo, a los 60; y el tercero y definitivo, a los 78.

El estudio de esas miles de proteínas en la sangre también permitió a estos investigadores encontrar algunas proteínas que servirán de indicadores de la futura aparición de problemas de salud específicos como las enfermedades cardiovasculares, la diabetes o el Alzheimer. Además, los resultados de las investigaciones permitirán desarrollar una especie de reloj para medir la edad biológica de cada persona en comparación con su edad cronológica, para lo cual bastará con medir los niveles de tan solo 9 de las más de mil proteínas cuyos niveles cambian con el envejecimiento a lo largo de la vida. O sea que tomando una pequeña muestra de sangre se podrá saber cuál es el grado de envejecimiento de una persona y la velocidad a la que seguirá envejeciendo.

La posibilidad de analizar con rapidez y precisión miles de proteínas de la sangre, unida al poder creciente de la inteligencia artificial para procesar cantidades ingentes de información, facilitará el conocimiento del estado fisiológico de una persona y los posibles riesgos para su salud a lo largo de la vida. El problema será entonces decidir qué hacer con ese conocimiento. Una vez que sepamos con claridad cuáles son las causas de nuestros males, tendremos en nuestras manos la oportunidad de combatirlos, evitarlos o al menos frenarlos, por ejemplo, cambiando nuestra alimentación y nuestro estilo de vida, o transformando de forma casi quirúrgica algunos de nuestros genes. Igual que sabemos que el tabaco mata, también vamos comprendiendo que vivir es un descenso sinuoso hacia la muerte, que discurre de forma monótona, pero con tres puntos de inflexión, los temidos chanquetazos, que nos avisan de ese chanquetazo final y definitivo en el que veremos una luz que nunca habíamos visto en nuestra vida.

* Profesor de la UCO