Porque uno ha sido siempre amante de la fiesta, de la celebración como sitio de encuentro del espíritu, cómo no comprender esa necesidad de tanta gente joven de tirarse de frente a la alegría. Estamos todos deseando salir de nuestra propia cueva gris, de esa incubadora de los sueños que nos ha mantenido durante un año y medio en nuestro lado de la realidad. Sin embargo, cuesta más esfuerzo entender a los 24.000 de la Ciudad Universitaria, en Madrid, hace semanas, y a los otros miles de Logroño, de Barcelona o de cualquier lugar. Esas concentraciones de botellones mastodónticos con sus propios gorilas trepando a las farolas para tocar la luz más opaca de la noche. Toda esa destrucción y esa impunidad. He escuchado los argumentos y he tratado de empatizar con ellos. Es que son muy jóvenes. Es que no han vivido los últimos dos años. Es que se han perdido tantas cosas. Es que necesitan divertirse. Y todo esto elevado a rango no de atenuante, sino de eximente. Luego esa realidad choca de frente con la mayoría de los jóvenes. Porque, aunque sean muchos, los 24.000 de Madrid no representan, ni de lejos, a toda la comunidad estudiantil. De hecho, el número de alumnos matriculados en Madrid, durante el curso pasado, fue 195.289 en las universidades públicas, 17.642 en los centros adscritos a las universidades públicas, 65.201 en las universidades privadas y de la Iglesia Católica, 7.914 en la Universidad a Distancia de Madrid y 35.215 en la UNED. O sea: entre un total de 321.261 estudiantes universitarios en Madrid, 24.000 asistieron al botellón en la Complutense. Ya sé que de esa cifra total muchos no serán alumnos de primer año y otros estarán ya talluditos. Pero la diferencia es importante, porque habla de la mayoría decente.

Estos 24.000, como los de Logroño y también otros lugares que se vienen repitiendo cada fin de semana, con 100.000 muertos por Covid en España, están en la indecencia colectiva, con una buena parte de tarados riéndoles la gracia, que es justificar lo que no tiene nombre. Y ya va siendo hora de que dejemos de tratar a los jóvenes como a niños. Son jóvenes, pero no inimputables, ni impúberes, ni bebés de teta. Son gente que en poco tiempo pueden estar operándote a corazón abierto, defendiendo tus intereses en un juicio o enseñando a tus hijos. Es decir: son ya ciudadanos de presente, no una tierna pandilla adolescente ante su última fiesta del verano. Claro que son muy jóvenes. Pero por esa misma regla de comprensión tan amplia, entonces los menos jóvenes son los que más tendrían que liarse la manta a la cabeza, precisamente porque les queda menos tiempo. Es que no han vivido los últimos dos años. Pues claro: exactamente igual que el resto de nosotros. Exactamente igual que la mayoría de chavales, como en la comunidad universitaria madrileña, que no están poniendo en riesgo a nadie de su entorno, porque no se comportan como perturbados. Es que se han perdido tantas cosas. Es que necesitan divertirse. Pues claro: todos nos hemos perdido demasiado, y mucha gente ha perdido sus negocios, sus trabajos, sus vidas. Que tú no hayas podido bailar la conga en el último botellón realmente importa poco o casi nada, aunque tú no lo sepas, porque la mayoría de la gente que ha perdido se ha dejado atrás cosas más importantes.

En fin, que estamos por aquí con la restauración perdiendo a manos llenas, con los artistas de aforo reducido, con el gremio musical estrangulado, con los actos culturales reducidos a lo testimonial, con las PCR a 100 euros cada vez que tienes que salir de España, con la distancia de seguridad, con tanto y tanto que nos sigue golpeando en todos los órdenes, con una sociedad que se está asomando al precipicio económico que también os espera, y aquí lo importante es vuestra última borrachera y vuestro penúltimo polvito.

Pues disfrutadlo. Porque llegará un momento en que alguno de vosotros tenga la lucidez de entender que también ha contribuido a este desastre. No sé de qué manera, pero la vida luego te devuelve mucho de lo que siembras. No hablamos de esos jóvenes por jóvenes -porque os hay distintos- sino por egoístas, en la Complutense y en cualquier ciudad de España cada fin de semana, viviendo sólo para sí mismos, con la mayor explosión de irresponsabilidad y de egolatría que hemos podido ver en toda la pandemia.

Es que somos jóvenes. Sí. Y también gilipollas, pero nadie os lo había dicho todavía. 100.000 muertos, chavales. Venga, a seguir trepando como monos las farolas más altas de la noche.

* Escritor