Si usted es propenso a la ansiedad o la depresión, o simplemente tiene un mal día, no se le ocurra ir a un banco, aunque sea para realizar la más tonta de las gestiones, si no quiere acabar con un ataque de nervios y hecho polvo para toda la semana. O hecha, porque en este deporte de riesgo para la salud mental en que se ha convertido tratar de obtener la atención bancaria no hay brechas de género. Conste que lo cuento porque ante ciertas cosas si una es muda revienta, no porque haya sido víctima personalmente de una gran faena, que no es mi caso, y quiera vengarme por escrito, que tampoco. Y además contra quién, si todos los bancos se acogen a las mismas prácticas sin que ni autoridades ni usuarios les rechistan. Estas prácticas se encaminan a un objetivo: no ver al cliente por la oficina ni en pintura, salvo si va a abrirse una cuenta sustanciosa o, siendo ya su titular, reclama el derecho a que le hagan un ratito la pelota. Y aun así habrá de someterse a la cita previa y guardar turno hasta que el desbordado director -que ya se ha quedado casi solo o sin casi a fuerza de reajustes de plantilla-- pueda recibirlo en su despacho. 

Pero si lo que usted quiere es sacar dinero, olvídese de la ventanilla, cuyo horario adelgaza por horas y ya está en los huesos, aparte de que si no es cliente vip le van a cobrar por pedir ante el mostrador lo que es suyo. Solo queda acudir al cajero automático, que con tanto desgaste como se le ha venido encima se changa cada dos por tres; o peor todavía, de pronto desaparece tu sucursal y has de peregrinar hasta encontrar otra con un cajero que funcione. Para todo lo demás, y siempre en pos de un mejor y más moderno servicio al cliente, está la banca on line, ese magma confuso que en plena operación puede dejarte colgado en tu mismidad cibernética a las primeras de cambio. Y eso después de agotarte con claves, contraseñas y consentimientos vía aplicación del móvil. Todo, naturalmente, para hacerte el favor de autogestionar tus finanzas, lo que se traduce en quedar abandonado a tu suerte, con el respaldo de las normas europeas y la coartada perfecta del covid y la tendencia a tramitar la vida desde casa. Dan ganas de guardar los cuartos en un colchón, pero cuidado con sacarlos de la libreta -que ya no da un céntimo por retenerlos-- pues hacerlo es atraer las más negras sospechas de Hacienda. 

Y si los nuevos protocolos bancarios son un engorro para cualquiera -al final se trata de hacer uno mismo el trabajo de otros, como en las gasolineras--, para los mayores, que se llevan la peor parte de estos despropósitos, son un auténtico drama y una afrenta que roza la crueldad. Despojados de la atención cara al público que antes hacía del empleado un amigo en quien confiar, a veces no solo los escasos ahorros sino los problemas personales, ahora se ven perdidos en un mundo de internet y tarjetas de crédito que a la mayoría de los abuelos les suena a chino. 

Claman al cielo las largas colas que forman los días de cobro de la pensión, apoyados en el tacataca bajo el sol o la lluvia y con el apuro de llegar al mostrador antes de que cierren el quiosco, por no hablar de la tentación que suponen para cacos y desalmados. En Córdoba, el Consejo del Movimiento Ciudadano salió hace poco en su defensa pidiendo al Ayuntamiento que medie ante los bancos «para que se les dé el trato que merecen». Y para que los propios servicios municipales permitan junto al acceso digital -las entidades bancarias no son las únicas en abusos telemáticos-- el analógico de siempre. Al menos hasta que una nueva hornada de viejos llegue más preparada en el trato con las máquinas. Mientras tanto, por favor, un poquito de humanidad.