Veinte años ya del 11-S y hay que escribir de eso, del tiempo que nos arrasa con vértigo en la piel y del mundo abismado en su propio derrumbe. Toda la fractura era anterior y se había labrado lentamente: resulta difícil disociar el ataque al World Trade Center de la política exterior estadounidense desde la Segunda Guerra Mundial. No sólo Corea y Vietnam: toda la estrategia de intervención en varias naciones sudamericanas, por ejemplo, o la desplegada en los desiertos que no contaban con armas de destrucción masiva. Mientras sucede, mientras nos volvemos a mirar en el espejo cóncavo y convexo de donde estábamos hace veinte años, de quiénes éramos y también de quiénes aspirábamos a ser, el paisaje ha empeorado. Coincide el aniversario, nada menos que veinte años, con ese final de la escapada protagonizado por Estados Unidos en Afganistán y la muerte de Jean Paul Belmondo, a quien en Francia sí saben hacer funerales de Estado por encima de la ideología que pudiera tener. Uno siente cierta envidia del estilo francés de mirarse a sí mismo: ellos también tienen un pasado -sin ir más lejos, la Francia que envió a sus vecinos judíos a los campos de exterminio y la del mito de la Resistencia-, pero saben mirar al frente y construir la dignificación del presente. En estos veinte años tampoco hemos avanzado demasiado en eso: las trincheras vuelven a ofrecerse con su máxima actualidad, como si no hubiéramos sido capaces de construir una sustrato leal de convivencia. Hace veinte años dos aviones impactaron en el corazón de la democracia americana básicamente porque unos malnacidos decidieron hacerlo, pero las moscas siguen sin matarse a cañonazos. Es más: como hemos visto en Kabul, los cañonazos las retroalimentan justo hasta que dejan de ser moscas. Un triste aniversario, con todos los restos de cuerpos y de vidas que aún siguen pendientes de ser identificados. Lo que quede también de lo que fuimos entonces parpadea en el fondo de la fotografía.