Son tantos los temas y problemas que nos agobian que no resulta fácil seleccionar el más urgente o el que más puede afectarnos. Uno de ellos, sin duda, hace referencia a la familia, insistentemente golpeada con leyes que la deterioran y la destruyen hasta el punto de extinguirla como sujeto civil. Hay dos medidas gubernamentales recientes que agudizan los programas para el individualismo social y la extinción de nuestras familias como sujeto civil en la vida pública: la supresión del Libro de Familia, un siglo después de su aprobación en 1915 bajo el reinado de Alfonso XIII y el anuncio de una reforma fiscal del Gobierno para extinguir las deducciones por declaración conjunta que realizan más de dos millones de matrimonios.

Desde el 1 de mayo, cada recién nacido contará con un registro electrónico individual en el que a lo largo de su vida quedarán anotados todos los hechos relativos a su identidad y estado civil. El secretario general de la Conferencia Episcopal Española, Luis Argüello, se ha pronunciado a través de Twitter respecto a la supresión del Libro de Familia en su versión fisica. Para Argüello, no es simplemente «un cambio burocrático» más, sino «síntoma y símbolo de la falta de reconocimiento institucional de la familia». El portavoz de los obispos advierte de que este paso adelante supone entender «la sociedad como suma de individuos» y no «como familia de familias», tal y como promulga la Iglesia católica. Y en cuanto a la inclusión por parte del Gobierno de España de la eliminación progresiva de las deducciones por realizar la declaración de la renta de manera conjunta, se ha levantado inmediatamente un mar de críticas, ya que supone un duro golpe contra las familias y las parejas de hecho de clase media y las de menor poder adquisitivo, que son quienes suelen acogerse a esta modalidad.

Para el economista, Miguel Angel Bernal, profesor de la Fundación de Estudios Financieros, «es terrible que se meta la tijera aquí, mientras que contamos con 23 ministerios, por ejemplo. La excusa de que es para incentivar la entrada de la mujer en el mercado laboral es de risa». Acaso el problema más grave que atenace esta hora de encrucijadas sea el del «neopopulismo», que, a la vista de sus medidas y su proceder, tan ilógicas, absurdas y hasta ilegales, constituye, en palabras del filósofo escritor Francesc Torralba, «un insulto a la inteligencia, un narcótico para masas, pero en ningún caso el modo de afrontar situaciones críticas». El populismo es alineante porque engaña y crea la esperanza en un mundo ideal, pero inviable desde el punto de vista práctico, como el que se nos acaba de diseñar para el año 2050. El populista es, justamente, esa figura elevada al plano de redentor social y político que ofrece una salvación mágica a los múltiples problemas que padecemos y, además, de consumo fácil para las masas. De entrada, el populista sabe de sobra que no puede llevar a cabo las reformas que promete, las supuestas soluciones milagrosas.

Pero esto es lo propio del «cinismo posmoderno planetario» que vivimos. «El cínico, como escribe Peter Sloterdijk, es un gran comediante, un excelente impostor. Habla tan bien que parece que se lo crea de verdad. Se presenta con tal carisma que da la sensación de que es un tipo fiable, honesto, digno de confianza. Es un virtuoso de la hipocresía y, naturalmente, logra engañar». En nuestras manos está la reflexión y la decisión. La ciudadanía debe desarrollar sistemas inmunológicos frente a los «neopopulismos» que van a brotar en esta década del siglo XXI. Está en juego la libertad y la vida.

* Sacerdote y periodista