Nosotros, los escritores de mi generación, hemos caminado entre gigantes. Con la muerte de José Manuel Caballero Bonald esa sensación se hace más fuerte: Claudio Rodríguez, José Hierro, José Ángel Valente, Ángel González, Pablo García Baena. Es el fin de una época y lo estamos sintiendo. Yo al menos lo percibo así: porque durante un tiempo glorioso, que ahora se nos escapa entre los dedos, pudimos convivir, leer, pasar nuestros libros y tomar copas con algunos de los escritores que habíamos estudiado en el manual de literatura de COU. José Manuel Caballero Bonald era uno de los integrantes del grupo poético del 50 que fue mejor recibido en Barcelona. Eso no le pasó, por ejemplo, a Claudio Rodríguez. Ni a otros. Pero a Pepe se le quería y se le reconocía en la literatura y en la vida, en ese nervio muscular de voz que ya se aparecía en Las adivinaciones, su libro de Adonáis, y en el que se fijó Vicente Aleixandre; pero no solo en los libros, sino también en la noche rugiente de Boccaccio. De hecho, en la foto famosa de la generación, la del homenaje a Antonio Machado en Collioure, salen en cuclillas Blas de Otero, José Agustín Goytisolo, Ángel González, José Ángel Valente y Carlos Sahagún, y sentados Jaime Gil de Biedma, Alfonso Costafreda, Carlos Barral y José Manuel Caballero Bonald.

Sobre la foto en sí, estos días, en la muerte de Caballero, ha escrito un texto emocionante Raquel Lanseros, que también tiene una foto hermosa con Manuel Vilas en Collioure, junto a la tumba de Antonio Machado. Esa foto mítica del 50 en Collioure, que ha dado la vuelta al mundo, es la alineación de un grupo poético espléndido en sus matices y en sus diferencias, unidos políticamente por su antifranquismo y por una manera no solo de vivir, sino de beber, como Pepe ha contado tantas veces. Formalmente, la mayoría se acercó a la poesía social desde un cierto vértigo cortante del lenguaje --Caballero lo hizo en Pliegos de cordel, en aquella colección que se llamó «Colliure»-- con más o menos recorrido, para abandonarla luego. No desaparecerían ni el compromiso --ético, más bien-- sobre la realidad ni el descreimiento. Algo de eso aparecería muchos años después en el penúltimo Caballero Bonald, que a sus 79 años, lejos de replegarse interiormente en sus cuarteles estivales --Doñana, el mito del Tartessos pantanoso de Argónida--, volvió con fuerza en un libro magnífico, combativo en dura actualidad: Manual de infractores, en 2005. Cuánto de pelea había en ese libro, pero también cuánto de regreso a una juventud en la tensión verbal de mirada insurrecta. Cuánto de cercanía con los nuevos muchachos que entonces publicaban sus primeros libros. Cuánto de leyenda y edad entre laberintos, porque era alucinante que Pepe, a sus 79, fuera el poeta más en forma y joven de nosotros.

Cualquiera habría pensado que esa nueva etapa de Pepe desatado, ya en sus 80, tendría en ese libro su epitafio. Pero nada de eso: vino un libro que me parece incluso mejor, uno de mis favoritos, en 2009: La noche no tiene paredes, que de alguna manera se hermana con Descrédito del héroe, que publicó en 1977. Un inciso: cuando lo reeditó en 2005, en una colección de clásicos modernos con estudio de un poeta joven del momento, Pepe me pidió que lo escribiera, y fue una fiesta. Porque entonces lo leí entero --no solo las memorias y la poesía, que ya conocía, sino también sus novelas-- y confirmé que cuando un escritor sabe dar con fortuna a varios palos --Laberinto de fortuna-- todos los pasadizos interiores, más o menos visibles, conducen a lugares muy gozosos. Su gran novela fue Ágata ojo de gato, verbal hasta el asombro de una frondosidad de geografías telúricas. Volviendo a su penúltima estación: todavía quedaba por llegar Entreguerras, en 2012, una autobiografía en verso a sus 86 años. Hablo de este Pepe Caballero porque es el que he conocido y querido. Sus amigos veteranos de Cádiz y Madrid, como José María Velázquez-Gaztelu, Felipe Benítez Reyes, Chus Visor o José Ramón Ripoll tendrán otros recuerdos. Yo evoco ahora al hombre que me enseñó a luchar, a no rendirme y a creer más en mí mismo cuando vienen mal dadas, a no desfallecer yendo de frente.

En el tanatorio y al día siguiente, en Madrid, estuvimos muy pocos. Lo ha contado Antonio Lucas: ni una sola corona del ministerio de Cultura. ¿Sabrá el ministro quién ha sido José Manuel Caballero Bonald? Descrédito del héroe hasta el final. Fino hombre de pulso jerezano en la lenta amistad de las palabras, con la fiera costumbre de vivir.

* Escritor