Groso modo hay cuatro clases de gentes en el mundo. La clase más abundante es el común de los vecinos. Es la más numerosa y la más valiosa porque a ella debemos todo lo que llena nuestro hogar en materias tangibles e intangibles. La segunda clase es la de los poetas, que son generalmente una bendición para la sociedad y, a veces, una maldición para sus familias. No pertenezco a esta clase pero he tenido amistad con algunos de ellos y, muertos o vivos, he leído sus poemas como me acaba de suceder con José Caballero Bonald. La tercera clase la conforman los profesores, que pueden ser tiza para sus familias y desolación para los discípulos. Pertenezco a esta clase y a la del común de los vecinos. Los profesores somos legión pero los poetas no alcanzan a ser un número relevante.

Sobre mi mesa tengo varios libros de poemas. De Carlos Clementson, el libro Entre Dios y la Nada, y de Justo Jorge Padrón, quien acaba de fallecer, sus Poemas a Kleo. Recientemente he leído Arquitectura oblicua, de Jaime Siles, y los 100 Poemas de Luis Alberto Cuenca. Y la última clase de gentes la conforman los políticos democráticos, que merecen especial y profunda mención, pero en otro momento.

Las ideas del común de los vecinos suelen ser compasión, deseo de justicia, deleite de experimentar lo indeterminado, junto a ese afán de verificar la libertad fuera de su casa y de su trabajo. Son ideas que producen placer y pena y que el vecino desconoce cómo expresar. Las expresa en masa para protestar o para libar. Ante esta carencia de sensibilidad comunal surgen los poetas que son capaces de expresar lo delicada y extraña que es la realidad vecinal porque se transforman en guardianes de los sentimientos populares.

El poeta que es leído por el común de los vecinos logra que sus lectores se sientan más sabios de lo que jamás pudieron imaginar. No siempre, pero, a veces, algunos vecinos apedrean al poeta. Tampoco hay muchos poetas en el Congreso de los Diputados entre sus respetables miembros. Yo tuve ocasión de estar cerca de Alberti en el año 1978.

José Caballero Bonald, quien acaba de morir, se diferencia de los profesores y de los políticos, como poeta, por la sensibilidad y capacidad de simpatizar con el común de los vecinos, muchas veces alrededor del vino y del flamenco. La ignorancia de la clase política respecto de la de los poetas nace de la exquisita intuición de sus inocencias.

Caballero Bonald dice de la noche que es grito, trueno, bulto de caverna, vértigo. Entra la noche como un trueno por los rompientes de la vida, recorre hospitales, templos, alcobas, celdas, chozas. Es la noche que nos ha mostrado esta maldita pandemia. Entra la noche, lame las manos del enfermo y el corazón de los cautivos. Entra la noche como un vértigo por la ciudad desprevenida, como un grito por el silencio de los muros, propaga espantos y vigilias.

Yo, que formo parte del común de los vecinos, del profesorado y, durante un quinquenio, lo fui de la clase políticos en democracia, acudo con frecuencia a los poetas no solo para oír lo que pienso y no expreso sino porque con ellos puedo hablar con Dios y meterme en el abismo hasta el fondo.

Porque como Unamuno escribió: Dios se esconde y es de Él, de Dios, de quien yo no respondo.

* Catedrático emérito de la Universidad de Córdoba