La Superliga está muerta... Por ahora. Pero ¿dónde ha visto uno este desmoronamiento de azucarillos? Perdonen el atrevimiento de esta reminiscencia, mas esta semana no he dejado de asociar a Florentino Pérez con Claus von Stauffenberg. Para ponernos en situación, mejor recurrir a Tom Cruise ataviado como coronel de la Wehrmacht. El señor Cruise se puso en la piel del oficial alemán que más cerca estuvo de acabar con Hitler. Sin embargo, el führer salió ileso de la bomba que von Stauffenberg colocó en la Guarida del Lobo.

El tempo del fracaso de la Superliga me ha recordado la secuencia de aquel episodio histórico. Stauffenberg, que por sus heridas de guerra pasaba por ser el Blas de Lezo del Ejército alemán, lideró esa asonada que pretendía derribar desde dentro el III Reich y negociar una paz digna con los aliados. En la incertidumbre de los primeros momentos, parece que el golpe fructificó, pero los rumores de que Hitler había salido ileso del atentado decantaron la balanza hacia ese tercio supuestamente indeciso que siempre guarda sus cartas para adherirse al bando del vencedor.

La arrogancia del presidente del Madrid fue vapuleada como nunca, una circunstancia que refrenda que los bochornazos no entienden de castas. Peor parados deberían quedar los que tiraron la piedra y escondieron la mano, aguardando el teletipo de bajas tras el maletín explosivo de von Pérez. Nuevamente la docena como número esotérico de la traición, dirigentes de clubs que olisqueaban como la trufa las monedas de plata pero que se rajaron antes de que el gallo de la UEFA cacarease. Y los jerarcas del balón se escudaron en una tornadiza guardia pretoriana. No hablamos tanto de la afición, sino de la hinchada, una etimología que te conecta con un elemental principio físico: lo que sube, baja. Curiosa esta soberanía de sans-culottes con bufandas y dorsales en la espalda, que deifican a los autores de los goles del siglo y jalean a los que les ofrecen el pan de los títulos y los ascensos, sin importarles la mierda que esconden bajo la alfombra. Porque el romanticismo del fútbol queda muy bonito para evocar el barro y las zamarras, pero encajaría mejor en una trama de Downton Abbey, concediéndole al servicio que se construyera una cancha para su esparcimiento. Esta visión resulta tan demodé como empestiñarse en abanderar el marketing culinario tradicional con las recetas de la abuela. Y al final, lo sugerente se torna en coñazo.

Vale. Florentino no es un samaritano. Y puede que tampoco sea un visionario. Pero es cierto que la bicoca del fútbol se asienta en la afición --crucemos los dedos-- y no en la hinchada. Tan simple como los votos para los partidos o las audiencias para las cadenas de televisión. Y el formato puede que se esté resquebrajando. En la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano no se contemplaba la posibilidad de desahogarse en los estadios. Y esta pandemia ha encendido las luces rojas. Para qué voy a idolatrar a un tikitako si hay vida más allá de la pelota. Uno puede sentir los colores pero nunca perder esa actitud crítica -firmado por un socio del Córdoba desde hace un porrón de años-. Por eso disculpo antes la audacia de Florentino Pérez que la hipocresía de los que se pueden ahogar en una goleada de avaricia.

La Operación Valkiria tampoco ha conseguido la renovación del fútbol europeo. Miren por dónde ese frustrado propósito lo ha encabezado el presidente madridista. A los efectos de la hinchada, un vikingo.

* Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor