Otro año sin romerías. Otro año sin oír las tracas que anuncien la marcha de caballistas y carrozas para hacer el caminito de Santo Domingo o para llevarle una flor a la Virgen de Linares. Otro año sin canciones, sin trajes de volantes y chaquetillas cortas, sin claveles en el pelo, sin botas camperas, sin palmas que acompañen las canciones de amor y de fe, de exaltaciones primaverales, de agradecimiento a la vida que se renueva. Otro año sin color, en el que los abuelos no pueden coger a los nietos de la mano para llevarlos a ver ese espectáculo, mientras les cuentan que su abuelo o su padre hizo lo mismo con ellos. Y otro año sin peroles de romería. Los peroles de romería son peroles de primavera, una de las dos estaciones, junto al otoño, en que la clemencia del tiempo proporciona las condiciones más adecuadas para celebrarlos.

Nuestros peroles de primavera se suceden a partir del domingo de Resurrección. No requieren más pretexto que reunirse con la familia y los amigos para volcarse en los afectos y olvidar durante unas cuantas horas el trabajo -o lo terrible de su ausencia- y las malditas estadísticas. Ya sabemos que los peroles en Córdoba tienen un contenido sociológico trascendente que significa salir al campo a comer para celebrar un acontecimiento entre amigos con regocijo y bulla, con el matiz de que hay que guisar en el lugar elegido e, inmediatamente después, comer lo guisado. Los peroles de romería, se convierten en un milagro de proximidad, que en el continuo ir y venir a los santuarios facilita la comunicación entre unos y otros grupos humanos. Los paseantes suelen ser invitados a una copa de vino y al inevitable tapeo que precede al perol. Arroces de romería, en los que predomina el de costillas y magro de cerdo, con alcachofas y espárragos es el máximo protagonista; iguales y distintos; variados y exquisitos todos.

Una amiga mía, cuya familia vive el perol de Santo Domingo desde sus cimientos, cuenta que unos días antes de la romería van al lugar elegido para instalarse -todos los años el mismo, hasta el punto de llamarlo «mi parcela»- para limpiarlo, acondicionarlo y dejarlo preparado. Estarán pensando que alguien les puede quitar el sitio, ya tan arregladito. Imposible. Su cuñado se pega el madrugón y le falta poco para pasar allí la noche. Cuando llegan los demás, todo está dispuesto. Siempre los cuñados. Y que no falten.