Regresé de Córdoba para asuntos de papeles, me entretuve en la estación de ferrocarril comiendo caracoles y tomé un tren que discurre por el piedemonte de Sierra Morena, acariciando al gran río, por pueblos blancos y castillos negros entre naranjales brotados de frutas. Mirando por la ventana comprendí que la naturaleza nos está mandando señales que anuncian la primavera. Tras estos días de lluvias intermitentes y frío rasero, el cielo se muestra de un intenso azul nacarado con brotes primorosos de azahar y olor a incienso por capillas iluminadas de cirios y penumbras. Primavera por el Valle del Guadalquivir y las verdinegras colinas de la campiña adornadas de cúmulos blancos. Entonces puse a punto mi bicicleta.

Ha renacido mi bici para volver al encuentro con las gentes que se sumergen en la vida, capaces de parar para saludarse, hablar y comentar tantas aristas que tiene toda figura noticiable. Una oportunidad de reencontrarte con la fuerza física, despejar la mente y no tener más meta que caminar o pedalear. Asido al manillar, ajustado el sillín al cuadro y horquilla y asegurado que tus pies van ligeros sobre los pedales ya solo queda tirar de plato y cadena y, confiar no tener que usar el timbre ante peligro inminente.

Pedalear para conocer tu ciudad, tu patrimonio, los hermosos paisajes que discurren por las orillas del Guadalquivir, por los meandros del Genil, por arroyos y veredas. Y por encima de todo «conversar con el hombre que siempre va conmigo», un soliloquio de filantropía y amistad machadiana. Creo, que si todos recuperamos una bicicleta, recuperamos al niño que fuimos, la inocencia de descubrir la mecánica del movimiento vinculada a la felicidad del pensamiento. Quien antepone, obsesivamente, la defensa de vehículos de motor, la incomprensible medida de las distancias, el abuso de la calle para el tráfico frente a la bondad de la calle para el peatón, la afrenta a lo saludable de caminar, pedalear y conversar, posiblemente no participa de las alamedas de la libertad.

Historiador y periodista