En cada aniversario vuelve a abrirse la puerta del despacho de Atocha. Cada día como hoy, desde hace 44 años, vuelve a sonar el timbre a las diez y media de la noche el 24 de enero de 1977. La huelga del transporte ha concluido y varios abogados permanecen en el despacho del número 55, porque en el 49 tiene lugar la reunión de Manuela Carmena, José María Mohedano y Juanjo del Águila con otros abogados de las asociaciones vecinales. En el 55, mientras, quedan los abogados que han estado respondiendo las consultas de los obreros del transporte durante la huelga. Alejandro Ruiz-Huerta acaba de subir con un bocadillo de jamón que comparte con Luis Javier Benavides, un amigo que es como un hermano. Están sentados en uno de los colchones, a modo de sofá, cubiertos por las fundas anaranjadas que compró Manuela Carmena en un tienda de la calle Toledo, como las de Cristina Almeida en su despacho de la calle Españoleto. El estudiante de Derecho Serafín Holgado, ya integrado en el despacho, está en una de las mesas del fondo ordenando unas carpetas, y Francisco Javier Sauquillo y su mujer, Lola González Ruiz, comentan algo con Alejandro: quizá que podía haber traído un bocadillo más o que antes de subir se han cruzado con Manuela y se han tomado un café. Se les une Enrique Valdelvira y Alejandro dice que les están esperando en el bar Cantábrico para celebrar el éxito de la huelga. En ese momento vuelve el administrativo Ángel Rodríguez Leal: ya estaba en el Cantábrico, con Joaquín Navarro y los demás, pero se le había olvidado sobre la mesa un ejemplar de Mundo Obrero que necesita para una reunión del día siguiente.

Para cinco de ellos ya no habrá un día siguiente, y los cuatro restantes quedarán gravemente heridos. Alejandro Ruiz-Huerta, que hoy es el último de Atocha, sufre cuatro disparos en una pierna, pero el cuerpo de Enrique Valdelvira, que cae sobre él, recibe los impactos mortales. Desde entonces, tras su recuperación, además de escribir un libro poderoso, hecho de tejidos y esperanza, titulado ‘La memoria incómoda’, cada 24 de enero ha participado en todos los homenajes que se han seguido haciendo a estos abogados que perdieron sus vidas por luchar por la justicia social, la democracia y la libertad. Por eso para quienes conocen la historia de Atocha la condición de mártires de estos abogados, como ese frontispicio que de alguna manera representa a las víctimas de la Transición, ha sido una constante en el recuerdo de sus asesinatos en la semana de plomo del terrible enero de 1977, tras la promulgación de la Ley para la Reforma Política, los asesinatos del estudiante Arturo Ruiz en una manifestación pro amnistía el 23 y de Mari Luz Nájera el mismo 24, y los secuestros de Antonio María de Oriol y Urquijo y el teniente general Emilio Villaescusa por los Grapo. Eran días metálicos, entre la esperanza y un miedo real. Y la noche del 24, tres pistoleros ultras irrumpieron en el despacho de Atocha 55.

Pero además del dolor y de la pérdida, de su condición de víctimas, hay mucho más que recordar de Atocha. Como el carácter pleno de humanismo de estos abogados. O su actitud abierta ante cualquier dificultad, buscando puntos de encuentro y diálogo: Manuela Carmena me contó que, en muchas ocasiones, con quienes mejor se entendían aquellos jóvenes abogados comunistas en las negociaciones del Colegio de Abogados era con los letrados monárquicos del círculo de don Juan, como Jaime Miralles o Joaquín Satrústegui, que venían del régimen franquista y se habían ido moviendo hacia posturas democráticas, o el decano, Antonio Pedro Rius. Esa mentalidad nada sectaria. También la forma de amar, de disfrutar, desde la libertad de la cultura, el cine y la poesía, formaba y forma parte del mundo de Atocha. Por eso Cristina Almeida cuenta siempre que sobre todo disfrutaban ejerciendo la abogacía, en las asociaciones vecinales de barrios como Palomeras, Vallecas y Orcasitas, pero también yéndose a bailar o al teatro, brindando por el futuro que tendría que haber esperado, por igual, a todos los integrantes del despacho.

Es verdad que fueron víctimas, y por eso también se los recuerda hoy. Pero el trabajo que hicieron como abogados laboralistas fue tan bueno -no perdían un juicio-, dejó una huella tan plena en quienes los trataron, que hoy también se los celebraría. Por eso quiero evocar su juventud y su compromiso, más allá de aquella salvajada: su forma de vivir con plenitud el derecho, su alegría de hacer el mejor trabajo posible y ser felices.

* Escritor