Hasta este año todos hemos ido encarando las navidades con más o menos estoicismo o prodigalidad. Ya sabíamos en qué consistía esa Navidad que se iba desplegando como un abanico durante este mes de diciembre, por lo que era como una especie de paso del Estrecho dónde algunos se lo pasaban pipa pues entre comidas de empresa, encuentros amistosos, fiestas y francachelas, compras navideñas y ágapes familiares hasta con cuñado conseguían una especia de trance u obnubilación de los sentidos que les permitía aparecer en la cuesta de enero más o menos indemnes en cuanto a su existencialismo se entiende. Otros, sin embargo, no estaban tan centrados en la existencia y sí en esa esencia, y estas fiestas eran una especie de cuenta vital de pérdidas y ganancias que casi siempre refleja la contabilidad de nuestros sentimientos. Y, por supuesto, otros, que haberlos haylos, ni lo uno ni lo otro, que de todo hay en la viña del Señor. Aunque en términos generales todos teníamos claro qué nos venía faltando o sobrando secularmente en este festivo mes. Pero la pandemia nos ha cambiado el escenario y, como suele ocurrir cuando se presentan las desgracias o los contratiempos, todo parece que tiene el brillo acerado e impersonal del pragmatismo. Este repunte de contagios que nos ha dejado el primer puente del mes nos recuerda como una notificación de apremio dónde nos seguimos encontrando. Y dónde nos encontramos y nos venimos encontrando es en esa llamada al compromiso y la solidaridad personal y colectiva no solo contra el virus, sino contra sus malditas consecuencias económicas, sociales y sanitarias. Este año y estas navidades parece que a todos, existencialistas, sentimentales y ni lo uno ni lo otro, nos falta lo mismo: encontrar ese punto donde la unión provee al bien común. Antes parece que cabía todo en estas fiestas, ahora hay que encajar las piezas.

* Mediador y coach