Los parques infantiles son discotecas a las cuatro de la mañana. Padres y madres se miran, fatigados y concupiscentes, buscando soledades ajenas, rodillas desnudas y barrigas poco prominentes. No son cubatas lo que llevan en sus manos, sino botellas de agua de la Patrulla Canina. No bailan, persiguen a sus hijos a través de toboganes y tigres con muelles. Pero también en esa coreografía surgen los flechazos, el maremoto de sangre y los tirabuzones en el corazón. La noche ha muerto, que viva el amor de media tarde.

¿Qué fueron antes, los tatuajes en el muslo o los shorts vaqueros? Padres y madres cayéndose al Tigris, pidiendo ser rescatados. ¿Puede el Código Civil frenar el impulso de la carne? Lo que pasa en los columpios, se queda en los columpios. La gente fantasea con los gimnasios, con las oficinas, busca consuelo a su monotonía en las comidas de Navidad, en los congresos, en salas de espera del dentista, a través de los privados del Twitter; pero todo está en los parques. El sol se desmaya sobre la nuca de una madre. Los bíceps de un padre se endurecen al alzar a su hijo en el castillito. El grito de los niños es la música que llena la pista. Estamos vivos. La pareja es un estado, no una frontera. «Cuando llega el calor, los chicos se enamoran», que pudo escribir Benedetti. Sandwiches envueltos en papel Albal y motillos de plástico arrumbadas. La caricia es un tesoro enterrado. Solo el amor nos diferencia de las bestias.

De ahí viene todo el drama de los columpios cerrados. Que nadie se confunda con esta historia. La felicidad de los niños no depende del metal achicharrante de un tobogán en mitad de un descampado. Hay muchas piedras que levantar, muchas cortezas que arrancar de los árboles, muchos perros que perseguir, muchos spiderman que perder entre los hierbajos. Es el humano adulto el que necesita el roce de los otros. Zambullirse en la alberca de un nosotros. Engordar la vista y el olfato y sentir el sirope colorado recorrer nuestras venas e imaginar futuros alternativos, fantasías pedestres, un mundo más allá de este mundo. Todo presente es escaso. Habitamos la inmensidad. Por eso jugamos a la lotería, por eso flirteamos y nos entrampamos, y hacemos propósitos de año nuevo; por eso nos lanzamos a la pastosa oscuridad de lo que no tenemos. Vivir es una flaca expectativa. Las doradas cópulas del mañana, coronando catedrales de sudor y culpa.

Un castillo de madera en los columpios donde jugaba Fidel antes del confinamiento se convirtió, durante la pandemia, en el refugio de un hombre sin hogar. Mi hijo ha recuperado su juego y el señor ha perdido su cama. Desarman las ciudades y el cruce de nuestras vidas en ellas. Escuecen las grietas, que son heridas. Somos peones ciegos palpando el tablero. El padre de Valentina llamó a la policía, me contaron, y al habitante del columpio le animaron a marcharse. Los niños le rodeaban en su partida, como una tribu diminuta que quiere recuperar su amazónico espacio.

Han crecido rastrojos alrededor del suelo blando. Echo de menos a algunas madres, con las que solía coincidir. La del vestido con vuelo, especialmente. Siempre es fase 0 en mi corazón. Su hija se llama Carla. Arrastraba un muñeco por el brazo. Han venido padres nuevos. Todos los niños se llaman Martín. Nos buscamos al morir la tarde, cuando el calor remite con timidez. Los más afortunados llevan libros, se sientan en los bancos, sus crías son autárquicas. Otros se lanzan a sus móviles. Nos miramos unos a otros de reojo, como pistoleros en el OK Corral. Los pequeños caen al suelo, y dan hipidos y se retan lejos de nuestra vulgaridad. Un balón huérfano atraviesa el parque de punta a punta. Un helado se derrite a mis pies. El amor y la muerte comparten la fiereza de lo inesperado.

* Escritor