Cuando los españoles afrontamos ya tantos días confinados, y aún nos queda en el horizonte continuar largo tiempo soportando, previsiblemente, esta situación insólita para todos, es momento de interrogarnos individual y colectivamente y de mirar de cara a la crisis, en lugar de dejar contemplativamente pasar por delante esta situación que, sin duda, cincelará nuestro futuro y determinará un perfil de sociedad sustancialmente alterado, una sociedad que, de una forma inopinada, ha visto, ¡quién nos lo iba a decir!, cómo un virus en un mundo globalizado ha sido el muñidor de esta intriga desconcertante y turbadora. Porque ese agresor microscópico azarosamente ha expuesto las torpes urdimbres que de forma desmañada (ahora lo sabemos), el cuerpo de estas sociedades arrogantes e insolentes.

Lógicamente, discurriendo aún por este túnel, cuyo extremo seguimos sin ver, es prematuro dar por sentadas unas enseñanzas definitivas, ya que, verosímilmente, nos acechan nuevas señales admonitorias, preludio de inéditas enseñanzas. Mas, de lo por ahora visto, podemos comenzar a arrancar algunas conclusiones:

Ahora lo sabemos. El padre Darwin nos explicó que los humanos no somos diferentes que el resto de los seres vivos, que el mecanicismo descarta las causas finales y que, o respondemos a las exigencias con las que la realidad nos abofetea, o el ritmo frenético del planeta nos llevará por delante. Resulta sarcástico que un hecho biológico no sólo reta a una respuesta biológica, sino social y política.

Aunque el ser humano ya se ha medido en 'guerras' con ejércitos microscópicos. Y es que sólo el hambre (dejemos a un lado al propio hombre) ha sido un enemigo más letal. Ejemplos de ello, la contienda que la bacteria yersinia pestis libró contra nuestra especie, que se llevó por delante a millones de personas desde que decidió iniciar en el siglo XIV desde algún perdido lugar de Asia central su periplo asesino, que terminó llamándose Peste Negra en Europa, y que atacó en oleadas durante siglos a casi todos los continentes enseñando su guadaña asesina y diezmando poblaciones en unos espantosos porcentajes. Pero episodios mortíferos en nuestra historia hemos conocido muchos más, entre los que por su triste lista de bajas podríamos enumerar la viruela, el sarampión, la gripe de 1918 (me resisto a llamarla española, bastantes culpas mundiales nos han señalado injustamente), el ébola o el VIH. Y, como hasta ahora, habíamos sabido plantar batalla (aunque con dispar suerte) y sobrevivir, se nos olvidó que podríamos vernos de nuevo emplazados a otra mortal colisión. Y en esas estamos. Nosotros, envanecidos frente a esos asombrosos descubrimientos que conseguimos en la ciencia médica, que considerábamos que los misterios a resolver tendríamos que dirigirlos hacia la medicina regenerativa, la nanotecnología y la victoria contra el cáncer, nos vemos noqueados por la acción de un ser vivo minúsculo, sin inteligencia.

Y en nuestro actual aturdido exilio interior nos empiezan a inquietar algunas preguntas, posiblemente porque al atenuarse el ruido cotidiano somos capaces de oírnos. ¿Quizá ese individualismo extremo y materialista al que nuestro sistema económico globalizado nos ha ido conduciendo era la mejor manera de estar en el mundo? La insolidaridad, la búsqueda hedonista obsesiva de la felicidad adictiva y pulsional y la creencia de la irreversibilidad de nuestro status quo se han enseñoreado de nuestras nuevas plazas virtuales y nos hicieron olvidar al otro, al que está en esas plazas reales, al que vive quizá en nuestra propia calle y del que desconocemos mucho más que su nombre.

Mucho antes de Platón, que en su República señaló el primer modelo para las utopías de los filósofos que buscaron una forma de concebir una organización de la sociedad humana mejor, la especie humana ha deambulado buscando respuestas, protagonizando intentos, muchos de ellos fallidos, arrostrando inmisericordes golpes, en pos de aquellas. Nuestros abuelos prehistóricos comenzaron a colonizar el planeta a través de una fórmula que les hizo sobrevivir: el grupo. Afrontar los peligros, encarar las dificultades de la supervivencia pensando en común, convencidos en que separadamente la tarea se hacía imposible. Por eso no podemos obviar esa cuestión que hoy nos interpela: ¿podemos avanzar olvidando a los demás, a los débiles, a los mayores, a quienes ya habían sido golpeados por el sistema?

Una sociedad vertebrada y justa acompasa su camino para evitar, como nuestros tatarabuelos cuando caminaban por la sabana, que ninguno se quede atrás, expuesto al peligro, que los más vulnerables se integren en el centro del grupo. Partiendo de esta concepción vital, los griegos idearon su concepto de isonomía, la igualdad política. No es que los hombres nacieran iguales, sino que, por ser desiguales, necesitaban de una institución, algo creado ex novo, artificialmente, que les hiciese iguales: la polis, derivada del grupo tribal primitivo. Aquí es donde el ser humano puede ser libre, porque lo es en el espacio público.

No podemos renunciar a unos sistemas que piensen en todos. En la salud, en la educación, en los servicios comunes. Hoy hablamos de educación en casa, obligados por la crisis y no reparamos, miopes, en que igual no hay en todos los hogares un ordenador y una conexión a internet. Nos ufanamos de un sistema sanitario universal y de las excelencias del nuestro, pero quizás no nos hemos parado a pensar que eso cuesta y que no se puede hacer descansar exclusivamente en la entrega y en actitudes heroicas de nuestros profesionales. Ese descubrimiento de la realidad del otro que está trayendo esta crisis pandémica nos debe hacer parar el paso y preguntarnos. Mas la sociedad civil no es un pozo inagotable del que extraer recursos y el endeudamiento reincidente e irreflexivo no puede ser una fórmula que hipoteque nuestro futuro, lo que nos obliga a emplear los recursos públicos (los de todos) como la administraría el prudens pater familias del que hablaba Cicerón.

No podemos caer en aquello de que el dinero público no es de nadie. Es de la sociedad, de cada uno de nosotros, aunque parezca una obviedad. Debemos exigir a nuestros gobernantes y mucho. Tenemos que requerirles que piensen en el interés colectivo, que no nos traten como menores, o, lo que es peor, como incapaces. Que no nos engañen (qué golpe tan enorme para quien aspira a ser un buen ciudadano el reparar en que quien está al frente ayer te dijo una cosa y hoy la contraria, y percatarse de que te mienten sin temblarles la voz, seguramente intentando velar su incompetencia). Aristóteles afirmaba que el gobernado es como el que fabrica la flauta, y el gobernante como el flautista que la usa. Que nadie olvide que el poder nunca es propiedad del que gobierna, pertenece al grupo y sigue existiendo mientras que el grupo se mantenga unido.

El propósito que debe inspirar el gobierno de un país concierne a todos. Hemos de demandar a todos los partidos una colaboración leal. Como decía mi admirado Chaves Nogales, la única fórmula concebible de subsistencia es la de organizar un Estado en el que sea posible la humana convivencia. Y en el sentido de la convivencia se encuentran dos ideas: el respeto y la capacidad de sociabilidad, que obligan a afrontar los problemas comunes juntos, porque las victorias y las derrotas sociales lo son de todos. Y en este modelo de convivencia, de respeto de la ley, debemos acostumbrarnos a pedir cuentas a quienes administran nuestra vida y nuestro futuro colectivo, como lo haríamos si fuéramos accionistas de una empresa a sus administradores, lo que los ingleses llaman accountability para definir el control institucional y social.

Llegamos a esta crisis desde otra, la de 2008, que en muchos aspectos sabemos hoy que fue una oportunidad perdida. Sí, de las crisis se saca lecciones que nos pueden mejorar (si no acaban con nosotros), pero no podemos olvidar que somos el animal contumaz en el tropiezo. Nuestro sistema necesita reformas, que no meros ajustes, para garantizar el poder mantener esos objetivos colectivos que se financian con los recursos públicos que, a su vez, nacen de la propia sociedad, lo que ha de conducir a descartar políticas austericistas, pero también populistas.

Estas reformas han de partir necesariamente de un cambio cultural que dé a luz una ética del servicio público nueva, que no descanse exclusivamente en la ley positiva, sino en unos principios y valores conformadores de una ética de fines y no de medios. Ello conlleva, como vienen defendiendo algunos visionarios que son estúpidamente ignorados como Casandra a las puertas de Troya, una mejora en la calidad del gasto público que ha de traer una mayor flexibilidad en la gestión de las administraciones públicas que importen el modelo de gestión privado de la rendición de cuentas por resultados, la profesionalización de los directivos públicos, y un empleo público más pegado a la realidad social en la que nace, que excluya privilegios, y en el que dominen otras fórmulas más flexibles en el empleo y en la administración de los recursos humanos, concibiendo el sector público con una visión unívoca y no fragmentaria con muchos niveles de administraciones (que, a su vez, generan inacabables entidades con formas jurídicas diferentes), para favorecer la gestión de los servicios públicos.

Einstein señaló que en medio de la dificultad reside la oportunidad. Lamentablemente, las oportunidades tienen caducidad, y, por el bien común, ojalá sepamos detener esta inercia suicida que nos conduce en una ignorancia estúpidamente feliz como a los pasajeros del barco que rechazan conocer que su capitán no se encuentra al frente y que nadie gobierna el timón. Más que nunca necesitamos del acto de valentía común que supone la toma de decisiones que nos conciernen a todos y que requieren un consenso social en el que nos jugamos la propia supervivencia. Fue Platón quien dijo que nada puede oponerse tanto al dolor como la valentía.

*Jefe de Área de Emproacsa

SECRETARÍA GENERAL Y RECURSOS HUMANOS

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