Con la declaración del estado de alarma, a consecuencia de la pandemia del covid-19 que nos azota, y de acuerdo con las directrices para controlar la difusión de la infección, se dice que los ciudadanos estamos sometidos a permanencia o confinamiento en los domicilios. Ciertamente, no parece que sea correcto el término. Según el diccionario de la RAE, confinamiento es: «la pena por la que se obliga al condenado a vivir temporalmente en libertad en un lugar distinto al de su domicilio». Tampoco, por supuesto, es un arresto domiciliario -denominado ahora en el Código Penal, eufemísticamente, localización permanente- aunque lo he calificado así, con un toque exagerado, porque debe cumplirse en el domicilio.

Las consecuencias son casi las mismas ya que, en una y otra situación, se está obligado a permanecer en un espacio limitado. Saltarse este mandato tiene sanciones. En el caso de arresto penal, prisión de seis meses a un año, y en el nuestro, salvo por los motivos autorizados, sanción económica e incluso prisión.

Evidentemente, este enclaustramiento no es igualmente asumido y soportado por toda la población. La casuística es muy diversa, por varias razones, entre otras: las condiciones habitacionales del domicilio, el número y edades de los alojados, las mejores o peores relaciones de convivencia, incluso la disponibilidad económica y, no cabe duda, los propios condicionantes de personalidad y de enfermedades físicas o síquicas, en su caso.

Para saltarse, de una manera poco ciudadana e irresponsable, esta limitación, algunos recurren a la picaresca. Adoptar o alquilar mascotas para pasearlas, portar una bolsa con un pan o un bote de medicamento, para argumentar que han ido a la panadería o a la farmacia y otras muy variadas. En contrarréplica, también han surgido las policías de balcón, que recriminan e incluso denuncian a vecinos que incumplen. Y aún hay más --a imagen ortodoxa de los CDR cubanos-- los que exponen, por ejemplo, públicamente, listas de vecinos que no aplauden a las 8 de la tarde.

El día 10 de agosto de 1966 se produjo en Nueva York una avalancha de nacimientos. Curiosamente hacía nueve meses del célebre apagón del 9 de noviembre del año anterior. Aquí parece ser que no se repetirá el boom natalicio, según las encuestas, aunque evidentemente la situación es diferente. El obligado encierro y el bombardeo de noticias sobre afectados y fallecidos no ilusiona mucho. A mi entender se puede afrontar esta situación --algo claustrofóbica-- de manera positiva, aprovechando estos días para poner orden en nuestras cosas, recuperar la lectura, escuchar música o sacar partido de las muchas prestaciones de internet. Reducir la ingestión de malas noticias --el suizo Rolf Dobelli escribió un libro sobre la afectación negativa de las noticias, malas casi siempre, sobre la salud humana-- y reconfortándonos con los casos de enfermos recuperados. Incluso recurriendo a la estadística ya que, en el caso, por ejemplo, de que hubiese unos 200.000 afectados, la probabilidad de infectarse --procurando también cumplir los cuidados adecuados-- sería solo del 0,4 %.

* Académico correspondiente