En Año Nuevo, cuando paseo junto a la estatua dedicada a la diosa Cibeles, la dulce luz difusa del anochecer madrileño se superpone en mi memoria a la del alborear de Andalucía, cuyo vislumbre bebo a sorbos hasta embriagarme con su aroma. Al enfilar Recoletos, tropiezo con el antiguo Café Gijón, sede de tertulias infinitas que reunía a personas ilustres vinculadas a la política, la literatura o al arte, algunas de ellas relacionadas con Córdoba, como Leopoldo de Luis, Beppo y Pedro Bueno. También rememoro escenas vividas con Concha o con la pintora Yolanda Marchante Serra, quien a través de su maestro, Antonio Guijarro, supo dejar testimonio de su arte en dicho templo del saber cotidiano; aún hoy conserva esta artista su vínculo de amistad con la tierra de María Santísima, la que a Pablo García Baena tanto le gustaba recorrer y de la que fuera Hijo Predilecto, al igual que lo fue también de Córdoba, ciudad universal que le vio nacer en 1921. Ya en el cercano Centro Cultural de Mapfre, y en la Biblioteca Nacional, o bien por algún otro lugar de Madrid, como liebanita que soy de una «piara» fiel, recuerdo la presencia de Ginés Liébana, miembro y, sin duda, el alma viva más creadora y polifacética del Grupo Cántico, cuyos componentes me distinguieron siempre con su amistad. En ningún momento de la tarde puedo olvidar a Juan Bernier, Ricardo Molina, Mario López, Julio Aumente o Miguel del Moral, ni a sus acompañantes Vicente Núñez y Pepe de Miguel, a quienes profesé también mi devoción y de quienes fui distinguido con su amistad. Hoy, sin embargo, enfoco mi mirada perdida entre estas luces navideñas sobre la figura de Pablo, último gran poeta clásico que regaló nuestra ciudad al mundo durante el siglo XX, urbe que a buen seguro le recordará ahora que se cumple el primer aniversario de su marcha. Una despedida que viví con emoción primero en el Ayuntamiento; luego en el funeral oficiado en san Miguel por el canónigo Antonio Gil, quien introdujo en su bella homilía numerosas alusiones al poeta y su obra; por último, en las emotivas palabras del propio Pablo en la voz del periodista Jesús Cabrera, ante la imagen de la Señora de Córdoba, de la que fue un fiel devoto.

Rememoré por un instante su voz cálida y amable, tan cercana siempre y tan ausente de dogmatismos, desgranando toda clase de temas y comentando incluso alguno de mis textos (a veces me aseguró que aún me debía un ex-voto); evoqué también sus recitales en el Instituto Olof Palme-Centro J.M. Björman, en el jardín de la casa de Rafi y de Joaquín, o en uno de los rincones más bellos de la Diputación Provincial. Compartí con él, como tantos, encuentros callejeros por el centro, a veces en compañía del profesor José Luis Escudero, con quien mantuve una excelente relación de amistad; recordé mis visitas por Navidad a su casa de obispo Fitero, a fin de disfrutar de su jovial compañía y del genuino belén que montaba todos los años; algunas de esas visitas la compartí con los profesores Nevado o Aguayo, y durante ellas nos mostró el poeta toda la elegancia de ese patricio romano que le hubiese gustado ser, y con su buen hacer teñido de gran sentido del humor compartió con nosotros alguna anécdota del antiguo muchacho que fue. Tuvo la generosidad por bandera, así como la autenticidad y disponibilidad para cuantos acudimos a su llamada. Leí su poesía con admiración, y conservo su obra dedicada en mis anaqueles, alguna ya con la letra temblorosa debido al paso del tiempo. Diversas fueron las conversaciones dedicadas al centro de las Tendillas en el que él mismo se formó, y en el que desde hace casi ocho lustros profeso enseñando materias relacionadas con la jurisdicción de Clío. Se notaba su disfrute cuando lo visitaba, ese nostálgico volver la vista atrás, como hiciera en el último homenaje a Ricardo Molina en marzo del 2007, y en el que participó junto a Félix Grande, José Manuel Caballero Bonald, Antonio Colinas, Pilar Palomo, Guillermo Carnero, Vicente Molina Foix, Francisco Ruiz Noguera, María Victoria Atencia, Antonio Garrido o Carlos Clementson, entre otros. Me habló esos días de su veneración, al igual que hoy aún me lo refiere mi querido Ginés, por aquellos catedráticos que tanto influyeron en su vida. Su excelente memoria quedó reflejada en aquellas conversaciones.

El gusto por la literatura me lo inculcó Luisa Revuelta, al igual que por la poesía lo hicieran Molina en sus clases de francés y Bernier, a quien conocí al hacer prácticas en su vieja clase de niños singulares, siendo algunas más las horas compartidas con él en mi departamento de la Facultad o en las tertulias del Siroco, junto a Pepe Jiménez, alma viva en sus hijos de la Galería Studio-52, a la que siempre me sentiré vinculado.

Pablo nos dejó a todos huérfanos, cuando enero mediaba y la luna ya vigilaba su sueño. No le escucharemos más, pero su vida y su legado permanecerán para siempre con nosotros.

* Catedrático