Debí conocer a Emilio Serrano en el estudio de Miguel del Moral, aquel añorado cenáculo de la calle de La Hoguera por el que desfilaron un buen número intelectuales y artistas cordobeses. Miguel, que era tan buen anfitrión como conversador, solía obsequiar a los visitantes con una copa de fino tuneado por él, que ofrecía con el pomposo título de Oporto de La Hoguera. En torno a aquellas copas conversábamos sobre la ciudad y, con frecuencia, nos lamentábamos de su desorientación. Emilio era asiduo al estudio de Miguel y cuando no estaba suplía su ausencia un aguafuerte de su autoría con la efigie de Vicente Alexandre, colgado en el pilar que delimitaba el mínimo estar frente a la chimenea.

En mayo de 2013 visité la muestra Emilio Serrano: grafitos, que se exhibía en el Museo Cerralbo, organizada por la Secretaría de Estado de Cultura con la colaboración de la Diputación de Córdoba. La visita al antiguo palacio de los Marqueses de Cerralbo fue especialmente grata. Recorrí ansioso sus estancias rastreando los cuadros de Emilio entre las colecciones y el ajuar doméstico de la mansión. Todo estaba en su sitio y, prodigiosamente, también los grafitos del maestro cordobés: se reflejaban en los espejos, aparecían sobre mesas y consolas y excepcionalmente reclamaban su espacio, pero siempre mimetizados, como si hubieran estado allí desde siempre. Ajena a modas y tendencias, la obra de Emilio parecía intemporal, como nacida para el museo madrileño.

Y recordé la sabia decisión de Emilio cuando, consciente de su madurez artística, optó por abandonar las corrientes pictóricas del momento y entregarse a hacer aquello a lo que tendía por instinto, pintar dibujando la realidad circundante, pero rehuyendo la mera copia, interpretándola y vertiendo en ella su ser, su saber, sus vivencias y añoranzas para ofrecernos una realidad lírica, la suya, cargada de intimismo y poesía.

Alguna vez he calificado de neomanierista la obra de madurez de Emilio Serrano, por la voluntad del artista de prescindir de mensaje en un tiempo cambiante para garantizar la vigencia de sus cuadros. Su planteamiento fue idéntico al de aquellos maestros del Cinquecento, que en un mundo convulso pretendieron desligar su producción de la época y hacerla valiosa per se, poniendo especial empeño en verter en ella su oficio y su singularidad artística como únicos ingredientes.

En 1992 y en su primera exposición de grafitos, en la galería Ocre, me deslumbraron sus dibujos plasmados sobre tablas enyesadas a la media creta, tal como hicieran los maestros antiguos; lo que, utilizando lijas de distinto calibre, le permitía obtener texturas diversas. En 2001 había crecido nuestra amistad y me pidió que presentara otra muestra de las mismas características, El dibujo en el alma, que se colgó en la sala Cajasur de Gran Capitán. La tercera de las exposiciones de esta naturaleza, es decir, dedicada monográficamente al grafito, fue la del Museo Cerralbo a la que ya nos hemos referido.

Siempre he sido especialmente devoto de los impecables dibujos de Emilio. De aquí que, cuando el director de la Real Academia de Córdoba me pidió que comisariara la muestra con que dicha Institución quería honrar la memoria del malogrado académico, y habida cuenta de las características de la sala de la Fundación Cajasol, patrocinadora de la misma, en un primer momento pensaba en dedicarla al grafito. Después, recordando la repentina vuelta al color que tanto nos sorprendió a sus amigos, estimé que valía la pena incluir la serie de bodegones que proyectó para simultanearlos con la ejecución de su Homenaje a Córdoba. Así, en conversación con Estrella y Ramón Montes, que ha coordinado el catálogo de la exposición, perfilamos el contenido de la muestra Emilio Serrano: obras de madurez, que podrá visitarse en la sala de la Fundación Cajasol del 23 de octubre al 6 de noviembre. La inauguración de la misma será hoy martes, 23 de octubre, a las 20:00 horas.

* Comisario de la exposición