La enfermedad es un estado que, de manera incuestionable, ejerce como modulador determinante de la actividad y del desarrollo de la especie humana a lo largo de su historia.

La salud ha sido (y es) objeto muy primitivo de deseo para cuya consecución hemos implicado en no pocas ocasiones ciencia y creencia. Desde las cavernas, el ser humano se ha afanado en aliarse con la naturaleza, los dioses e incluso más modernamente con los profesionales de la salud, para ganar el pulso a la vida de la salud y el bienestar. Así, vivir más y mejor, concretado ello en aspectos que definen la calidad de vida, son ya objetivo común y prioritario, cualquiera que sea el ambiente cultural, social o político en el que nos desenvolvamos.

La respuesta de nuestro país a un interés general como éste, aunque sea de raíces muy primarias, fue dejar reflejado en nuestra carta magna el derecho a la protección de la salud con criterios de igualdad, bajo la premisa de responsabilidad solidaria según la cual «aportas según ganas» y percibes «según necesitas». De esta manera, con el empuje de toda una sociedad, nuestro sistema sanitario ha llegado a convertirse en uno de los mejores, envidiado internacionalmente. Conviene no obstante recordar que es un éxito de todos, que responde a un esfuerzo y a un afán colectivo y no un simple logro administrativo atribuible a un determinado gobierno o corriente política.

En un entorno en el que el incremento del gasto sanitario es tan abrumador como el aumento en las necesidades de la población, el reto de prestar un servicio sanitario «cómodo», «rápido» y «eficaz» se está convirtiendo en los últimos años en un problema importante, por no decir en una misión imposible. Esta situación de bases socio-demográfica y organizativa se ve agravada por las encomiendas europeas de reducción del gasto, aspecto crítico en una comunidad como la nuestra con una tasas de paro y un déficit estructural importantes.

Sin embargo, durante años, la sanidad no ha sido protagonista nunca de foros de debate y discusión en ninguna de las elecciones anteriores ni para unos ni para otros. Y ello a pesar de que, a través de estas urnas, nuestros políticos adquieren el poder público de organizar y tutelar el derecho a la salud y luchar por su eficaz restitución cuando esta falte, con la obligación constitucional de que llegue a la totalidad de sus ciudadanos.

Entre los motivos de esta grave desafección electoral me atrevo a identificar, por un lado, el continuismo basado en la asunción errónea del pensamiento de que «somos los mejores» y «hemos alcanzado la excelencia», y por otro lado las estrecheces ideológicas, dogmáticas, anacrónicas y en ocasiones paranoides y populistas que dibujan entre demagogias electorales unas invisibles pero famosas «líneas rojas» que impiden aplicar nuevos modelos organizativos que mejoren las deficiencias actuales.

Pensar que existe solo un modelo organizativo para la sanidad pública es mucho más que un simple acto de prevaricación intelectual, así que mis queridos políticos, ahora que estamos siendo de nuevo invitados a decidir, como quiera que la sanidad pública también debe estar presente en las urnas, solo espero con interés e ilusión propuestas organizativas claras y plausibles, de cómo piensan reorganizar la sanidad para hacerla cómoda y eficaz, sostenible en el tiempo más allá de seguir pidiendo esfuerzos agotadores y sacrificios inhumanos a los profesionales sanitarios.

* Médico