Antonio Povedano era una hondura del paisaje lúcido. Eso y mucho más: era la vidriera de la luz prodigiosa, ofrecida en fragmentos con su lluvia geométrica de meteoros azules. Era la dimensión poética de aquellos murales, con su carga de revelación en la extensión de espacio recobrado, y era la fe inicial que transformaba el objeto de una vida encrespada en la conquista de una vocación. Que diez años después de su fallecimiento Córdoba le rinda un homenaje en el centenario de su nacimiento, con una exposición retrospectiva con la colaboración de la Diputación y el Ayuntamiento de Córdoba, a través del Centro Botí y la Sala Vimcorsa, es una excelente noticia y es, especialmente, un acto de justicia. En la exposición encontraremos al artista poliédrico, algo que se dice mucho de demasiada gente, aunque en este caso es verdad. Porque Povedano fue un creador total, un hombre que tocó los materiales con su carga invisible de perpetuidad y vio el horizonte más allá de sí mismo. Gracias al convenio con la Fundación Cajasol hay también un programa pedagógico, expertos en lenguajes de signos y una cartelería en braille, que es como debería ser todo, para que todos pudiéramos tener acceso verdadero a la creación. Hay en esta muestra mucho de unión de propósitos afines, de raigambre de fuerzas, de pedagogía y pasión o de amor y pedagogía, que diría Unamuno; o sea, hay mucho de Antonio Povedano. Ningún tema escapaba a su visión porque aspiraba a la totalidad de la vida: del ámbito doméstico a una vastedad rotunda del paisaje que parece sacada de la Trilogía de la frontera de Cormac McCarthy, la costumbre galdosiana y la abstracción. Recuerdo el impacto que me causaron sus cuadros en la sala de exposiciones de la Caja Provincial de Ahorros. Era un hombre muy nuestro que supo ver el mundo con su metal de asombro, que hendía la carne o roca del paisaje con fulgores serenos. Sigue siendo, en suma, una obra que vive y que gravita fuera de sus contornos.

* Escritor