Uno de los pocos rasgos nítidos de nuestra situación política actual es el de una terrible confusión ideológica. Ello es apreciable, en primer lugar, en las diversas sensibilidades que conviven en la derecha: desde los residuos del caduco franquismo hasta las posiciones de centro-derecha, donde además se ubica, más o menos temporalmente, otro partido de nuevo cuño: Ciudadanos. Completa el espectro la tradicional derecha nacionalista, que se presenta bajo los más dispares disfraces y apariencias.

Pero donde esta confusión alcanza su más alto grado es en el amplio espacio que va desde el centro-izquierda (donde podrían ubicarse la experiencia de UPyD y determinados sectores del PSOE) a esa amalgama de grupos, partidos y antipartidos que, con presunto pedigrí de izquierdas, están demostrando un grado de atomización ideológica verdaderamente difícil de digerir.

El mejor exponente de lo que decimos es la generalización de un vocablo que, de tanto usarlo, ha perdido su significado. Me refiero a la expresión «progresista», aceptada y propugnada (casi siempre impropiamente) por una gama de presuntas ideologías que llegan a provocar el asombro.

En la Historia de España el Partido Progresista se inscribe en la órbita del liberalismo, tomando carta de naturaleza durante la Regencia de María Cristina (1835) como espacio en que se agruparon los liberales exaltados, los más netamente reformistas. Su nacimiento formal se produjo en el Reinado de Isabel II, cuando el Bienio Progresista (1854-1856) supuso el gobierno de los generales Espartero y Prim, alcanzando su momento estelar en la Revolución de 1868, que puso fin a la monarquía de Isabel II y abría las puertas al reinado de Amadeo I. Sin embargo entonces aquella denominación había dejado de ser sustantiva para convertirse en adjetiva: «progresista» es igual a «partidario del progreso» político, económico y social.

A partir de entonces (con el paréntesis de los periodos dictatoriales) el uso usurpado del «progresismo» es una constante, ilustrativa del caos ideológico español. Para empezar: ¿hay alguien que se atreva a decir que no desea el «progreso»? Entonces ¿todos somos «progresistas»? Evidentemente no es así, aunque las expresiones «progresista», «partido de progreso», «mayorías de progreso», etc., se han convertido en la falsa moneda en la que ocultar, con aparente solvencia, el ambiente común de incultura histórica, a la par que se hace gala de una sustancial indefinición ideológica y de la demagogia más barata. Un breve paseo por el espectro político español actual puede ilustrar lo que decimos.

«Progresistas» hoy son determinados sectores de la derecha que quieren diferenciarse de compañeros de viaje «derechistas», con los que se comparten los adversarios aunque no los fines ni los medios para combatirlos. «Progresistas» son, por supuesto, esos grupos «de centro» que ya hemos mencionado (Ciudadanos y UPyD); «Progresistas» son todos los dirigentes del PSOE que han convertido este vocablo en el estandarte diferenciador respecto a la derecha «indeseable». «Progresistas» son también los grupos nacionalistas del amplio espectro ibérico, tradicionalmente conservadores y reaccionarios, y que se han visto legitimados como «progresistas» en la búsqueda de alianzas inverosímiles; grupos éstos que si, además, de vez en cuando, apalean a dos guardias civiles de paisano o insultan en el Parlamento a los representantes de todos los españoles, podrían optar al galardón de «progresistas del año». Por último, bajo el paraguas del soñado «progreso» independista se unen partidos burgueses (las otrora odiosas capitalistas burguesías catalana y vasca), con grupos comunistas, maoístas, anarco-indefinidos, etc.

Y el círculo viene a cerrarlo el sello Podemos, autodefinidos (según los días) como social-demócratas, comunistas, chavistas, maduristas, castristas, populistas, etc... ideologías todas ellas en las que «el progreso» de las naciones que hoy las aplican es un rasgo común y evidente. Pero eso es lo de menos; su sentido «liberal-progresista» queda de manifiesto en imaginativas actuaciones como la de rodear un parlamento (por ahora, sin asaltarlo) al que ellos mismos pertenecen y en el que aspiran a ser algún día la primera fuerza política; es algo así como sitiar a toda la sociedad española.

Pero el argumento «progresista» es potente. Tanto como para desletigimar dos resultados electorales sucesivos y, en contrapartida, legitimar la opción de un posible cóctel gubernamental en el que el único pegamento ideológico es ese ambiguo e incomprensible «progresismo». Con este nivel político-intelectual vamos a necesitar mucha suerte y, con urgencia, de una clarificación ideológica con la que la sociedad española pueda discernir entre el verdadero «progresismo» y la mera «progresía», artificiosa pose de quienes no tienen otro argumento doctrinal que aportar. Y mientras tanto, dejemos de dar patadas a la historia de España.H

* Catedrático