Opinión | Al paso
Mal criada
La primera vez que tomé alcohol fue con catorce años con motivo de que cuatro primos hermanos míos se habían librado de la mili gracias a aquella formula llamada «excedentes de cupo». Había que celebrar semejante suerte. En aquellos días la ingesta de alpiste etílico en adolescentes solo se daba por motivos muy excepcionales. Cuando llegue el lunes a clase de primero de BUP me dolía la cabeza un montón, hecho que sustentaba esa sensación mía de que me había pasado. Pero lo simulé como pude ante la mirada del profesor porque me daba vergüenza que se diera cuenta de que estaba fatal. Cuando llegué a casa y cogí el ascensor también me daba mucho apuro de que me viera mi padre. Estaba tan malo que en el elevador miré para arriba en plan de plegaría y entonces leí un letrero casi metálico que decía que los niños menores de catorce años no podían utilizar el ascensor si no iban acompañados de una persona mayor. Si con catorce años no podías coger el ascensor, beber alcohol era una bomba. Pero estaba claro por la educación reinante que aquello fue un acto puntual del que además tomé buena nota.
Es cierto que el mundo de mi adolescencia, o sea, los años ochenta, tenía muchos defectos, pero creo que todavía tenía más aciertos, sobre todo en la disciplina de los adolescentes para con su hogar y su profesorado. Pero yo no sé muy bien qué ha pasado. No sé quién fue el primer irresponsable con poder que confundió los derechos de la gente con el libertinaje de los niñatos. Nunca se debió mezclar política y familia bajo aquella detestable propaganda que pretendía identificar la defensa de la familia con la ideología franquista. Por ese cínico complejo nadie tenía pantalones de poner claro que la democracia no debía llegar también a los renacuajos. Porque si hubiésemos sido honrados y consecuentes con la propia democracia que no permite votar a los niñatos, en la familia el principio de competencia no hubiese sustituido al principio de jerarquía. Pero no solo lo sustituyó, sino que lo humilló. Ni padres ni profesores pueden con los nietos de una democracia enferma por culpa de unos políticos cobardes que parecen solo querer a sus hijos menores y a los demás que la democracia no los pille solos.
Hace unos días murió una chiquilla de doce años en un «botellón», ese gran acto subcultural multitudinario legal y semanal donde miles de niñas y niños se emborrachan gravemente por norma ante la tristeza de padres y profes, que contemplan impotentes los caprichos de una democracia mal criada.
* Abogado
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