Opinión | LA CLAVE

Cuanto menos sepas del artista...

No tenía que haber escuchado a su rosa. Se lo dijo El Principito al aviador Saint Exupery: «Nunca hay que escuchar a las flores. Hay que mirarlas y aspirar su aroma. La mía perfumaba mi planeta, pero yo no podía gozar con ello...». El pequeño príncipe discutió con su rosa y se marchó a conocer planetas. Solo más tarde comprendió que había cometido el error de querer saber más de lo conveniente sobre su rosa, pues con haber disfrutado su color y su aroma, haberla regado y protegido, su misión estaba cumplida.

Sin pensar que de lo expuesto se derive una teoría universal, basta dar un repaso para comprobar que cuanto menos sepas del artista, mejor. Por ejemplo: Nunca, nunca, ¡jamás! debe escuchar un aficionado al buen fútbol lo que opinen Ronaldo o Messi sobre cosa alguna. Con disfrutar de su juego basta. Ni, antes de que falleciera, era prudente dedicar un segundo a los pareceres de Rocío Jurado, cuando con escuchar su versión de Viva Sevilla en la película de Carlos Saura el vello se eriza y casi afloran las lágrimas. La más grande, desde luego, pero cantando. O, abundando, ¿necesitaba usted saber cómo pasó el tiempo libre el bello actor de comedia romántica Hugh Grant cuando subió a su coche a la famosa --a partir de ese momento- Divine Brown? Más todavía: ¿Es necesario conocer el criterio de Madonna sobre algo?

Ah, pero nosotros, el público, queremos saber. Admiramos a los artistas y necesitamos enterarnos de cómo son. Si es posible, hasta queremos hablar con ellos. Error. No ayuda a apreciar la pintura de Pablo Picasso el conocer cómo trataba a las mujeres. No mejora nuestra admiración por Clint Eastwood saber de su apoyo a Donald Trump. Decepciona enterarse de que sir Artur Conan Doyle se volvió a la vejez fanático del espiritismo, ¡el mismísimo creador de Sherlock Holmes! Mejor leer, escuchar, mirar y disfrutar de sus obras que descubrir las miserias humanas o la simpleza vital del artista admirado. ¿Para qué arriesgarnos a que se nos derrumbe el mito?

La percepción es distinta con el tiempo. A estas alturas, celebrando el 400 aniversario de la muerte de don Miguel de Cervantes, poco importan sus vicisitudes económicas o su encarcelamiento, poca censura despiertan sus supuestas juergas en Italia y, en todo caso, algo de melancolía produce pensar que, como Vincent van Gogh (pero mucho menos) no consiguió grandes éxitos en vida. Cervantes, gigante de las letras, despierta un entusiasmo universal, que nos lleva a releer El Quijote y a interesarnos por los mil actos de recuerdo --Córdoba ahí no se está portando como debería-- que se organizan en España y en el mundo entero.

Cambian las tornas en la propuesta de celebración, también en este 2016 --y dejemos de lado la coincidencia de la muerte del Inca Garcilaso, cuya conmemoración se diluye en la de Cervantes-- del primer centenario del nacimiento de Camilo José Cela. El autor gallego recibió en vida los máximos homenajes, y terminó sus días en una abundancia económica reforzada desde que fue profeta en Estocolmo, que le rindió el Premio Nobel en 1989, lo que abrió el camino al Premio Cervantes, concedido por fin en 1995.

Cela disfrutó en vida, pero se marchó de esta dejando muy atrás lo mejor de su obra y convertido en un personaje para disfrute del pueblo, abundante en el regüeldo ilustrado, paseado por su nueva y rubia esposa --hoy pendiente de juicio como posible administradora irregular de su legado-- y olvidado en su grandeza literaria. Su hijo, Camilo José Cela Conde, intenta recuperar su legado y confía en el éxito del acto que celebrará en septiembre el Instituto Cervantes. En los cursos de Santander, hizo una llamada a los jóvenes, para que conozcan y lean a su padre, para desmitificarlo y puede que para amortiguar también la leyenda negra que lo rodea por su trabajo de censor --de otros censores de la dictadura y luego autores respetados no se habla, curiosamente--, teniendo en cuenta que no consiguió después un puesto bien remunerado en el régimen y que La Colmena sufrió también la censura. Su popularidad exhibicionista dañó a un escritor enorme, de una sensibilidad sorprendente, y que al que iba a ser el primer tomo de sus memorias, una delicia centrada en su niñez en Iria Flavia, lo tituló La rosa.

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