Se imagina uno que hay algo que debe de estar quitando el sueño a los principales protagonistas de nuestro presente y, se supone, de nuestro inmediato futuro político. No es tanto estar pensando solamente en el resultado de las generales del 26-J, que también, aunque es el paso obligado hacia lo que vendrá luego. Lo que vendrá luego, a todos nos preocupa y a ellos, es de suponer, más que a nadie porque, a fin de cuentas, son los protagonistas de esta historia y sus decisiones, o dejaciones, van a determinar el discurrir de este país en el futuro más próximo.

Tal y como están las cosas, después de todo lo vivido, visto y oído en estos últimos meses, incluido el intento fallido de formar gobierno, y la posterior convocatoria de unas segundas elecciones, la gran duda de todos nosotros, y suponemos que también la de nuestros principales líderes políticos reside en quién, o quiénes, van a gobernar España en los próximos años.

Todos los sondeos electorales conocidos en los últimos días, nos están indicando que los resultados pueden ser muy parecidos a los del 20-D, con la diferencia de que el segundo clasificado puede ser Unidos Podemos, que desplazaría de esa posición al PSOE de Pedro Sánchez, a quien cada día se le nota más la respiración asistida, aunque hasta después del 26-J, y en función de lo que pase, no le van a desenchufar el aparatito respiratorio, porque eso, además de eutanasia compasiva, sería un suicidio político.

Si se confirman, aunque no sean exactos, los resultados que apuntan las encuestas, el PP volvería a ser el partido con más votos y más escaños, Unidos-Podemos el segundo, el PSOE el tercero y en cuarto lugar se situaría Ciudadanos. Lo que también se da por seguro es que ninguno de esos partidos va a conseguir la mayoría suficiente para lograr la investidura de su candidato sin necesidad de pactos. Solamente si optasen por dejar gobernar a la lista más votada, se resolvería el problema desde el primer momento, pero a la vista de lo ocurrido en el debate del lunes pasado y después de lo vivido en los últimos días, no parece que vaya a ser ésta la solución elegida.

Así pues estamos en el momento de la cábala que no se resolverá la noche del 26-J salvo sorpresas inesperadas, y se volverá a la evidencia de dificultad de nuestros líderes para ponerse de acuerdo a la hora de elegir un presidente y formar un gobierno. Cierto es que la dificultad será mayor o menor en función de la aritmética parlamentaria, pero será más posible o imposible en función de la voluntad real de los protagonistas. Y hay que mirar más allá de declaraciones grandilocuentes sobre la postura de cada uno, que ya producen cansancio, hastío e incredulidad. También habría que ir más allá de desencuentros personales y partidistas para que no se prolongue una situación que nos está creando un grave problema de funcionamiento interno y un evidente descrédito a nivel externo.

Las dos posibilidades de acuerdos que más se barajan son las de un gobierno del PP apoyado, desde dentro o desde fuera, por Ciudadanos, con una posibilidad de abstención del PSOE y, en el lado contrario, un gobierno de Unidos-Podemos con PSOE, o del PSOE con Unidos-Podemos porque, en este caso, el orden de los factores sí altera el producto. Pero cualquiera de estas posibilidades se contempla con demasiado recelo, no ya solo por quienes deben llegar a los acuerdos, sino también por una parte de sus propias bases.

Está claro que el gran pacto que llevaría a conseguir un ejecutivo estable, capaz de hacer reformas importantes, garantizaría un buen funcionamiento parlamentario y daría tranquilidad a mercados e inversores, internos y externos, sería el del PP y el PSOE y, todavía más, si se sumase Ciudadanos. Pero esto se da por imposible, y son los propios dirigentes socialistas, incluida Susana Díaz, los que se siguen negando a discutir incluso esa mera posibilidad. Y no parece que vayan a cambiar de opinión tras el 26-J, sea cual sea el resultado.

Descartado este, los demás acuerdos, además de las dificultades en su negociación, llevarían a un gobierno en permanente precariedad, y con una aritmética parlamentaria con la que sería casi imposible llegar a los consensos necesarios para abordar iniciativas legislativas de calado. Por ejemplo, la reforma constitucional, el cambio de la ley electoral, la redefinición del modelo territorial o el pacto educativo, entre muchos otros temas.

En resumen, que a solo unos días de las elecciones seguimos sumidos en la incertidumbre, no tanto por los resultados, o por el número de votos que cada uno obtenga, siempre que no haya diferencias substanciales con lo que hay ahora, sino por el resultado de los resultados. Y viene esto porque a la vista de los discursos, los gestos y las actitudes de los últimos tiempos, muchos tenemos la impresión de que estos seis meses han servido para muy poco. Ni siquiera hemos visto que nadie asuma su cuota de culpabilidad en el fallido intento de propiciar una investidura presidencial, que ha sido lo que nos ha abocado a este largo período de incertidumbre política que todavía no sabemos cómo se va a resolver.

Tal vez la única buena noticia de esta preocupante situación es que todos tienen que asumir, porque lo contrario sería peligroso, incomprensible y bochornoso, que, de una u otra forma, con más o menos gusto, con renuncias o sin ellas, con sillones o sin sillones pero, más pronto que tarde, tienen la obligación de llegar a algún tipo de acuerdo, por activa o por pasiva, que permita la elección parlamentaria del presidente del Gobierno de España. Ese es el único resultado, esperado y obligado, sean cuales sean el 26-J los resultados. H

* Director del Colegio de España en París