Fue San Pedro, el primer obispo de Roma. La personalidad de este galileo, trasplantado finalmente a la capital del Imperio Romano, ha determinado la historia de Europa durante muchos siglos.

La figura de Simón Pedro, hijo de Jonás, tal como es denominado en el texto de Mateo, puede ser analizada desde muchos aspectos. La historia de la Iglesia y la historia del papado han sido estudiadas por expertos, y está al alcance de cualquier persona interesada en el tema. A la vez que ha sido estudiada por expertos, han sido objeto de todas las simplificaciones imaginables. Los simpatizantes pretenden, a veces, mostrarla como cien por cien ejemplar. Los adversarios la denigran escarbando en todo lo peyorativo que hayan podido encontrar, sacando fácilmente los sucesos de su contexto histórico, para terminar con juicio condenatorio.

Vayamos por partes. Todo arranca de una escena que Mateo relata en el capítulo 16 de su evangelio, donde se contienen las famosas palabras de Jesús: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo. A partir de estas palabras de Jesús, el obispo de Roma, como sucesor de Pedro, ha desempeñado en la Iglesia el papel de cabeza visible y jefe de la Iglesia Universal. La forma de desempeñar esta función ha sido muy variante según las épocas, según las culturas, según la normativa canónica que se ha ido elaborando. En todo esto hay algo inamovible y permanente: Jesús confía a una persona física una función determinante en su proyecto futuro. La forma concreta de ejercer esa función ha sido elaborada con posterioridad, y ha experimentado modificaciones importantes a lo largo del tiempo.

Yendo un poco más al fondo de la cuestión. A más de uno, acostumbrado a la estructura democrática de las organizaciones, les choca el carácter evidentemente personal de la función que el Obispo de Roma ejerce en la iglesia católica. Sin embargo, este asunto no es discutible. Las palabras de Jesús en el capítulo 16 de Mateo mantienen plenamente su vigencia. Podemos pensar que Jesús fue arriesgado o que fue prudente; podemos pensar que debería haber elaborado un reglamento más preciso; podemos pensar que el sistema corre el peligro de derivar a una cierta arbitrariedad en el ejercicio de las funciones; podemos pensar que la persona designada para el cargo estará asistida por el Espíritu Santo, y que todas esas contraindicaciones no tendrán lugar. Podemos pensar a título individual lo que queramos. En cualquier caso las palabras de Jesús tienen carácter definitivo, y no pueden ser alteradas.

Conocemos expresamente las palabras de Jesús. Fueron dichas a continuación de un reconocimiento de Pedro sobre la personalidad de Jesús como Hijo de Dios. También es cierto que Pedro, a título personal, al menos en tres ocasiones no estuvo a la altura de las circunstancias. El propio Jesús, que había depositado en él su confianza, le dirige palabras muy duras, debido a la diferencia de criterio que Pedro expresa sobre el desenlance final en Jerusalén. Si a los fariseos les había llamado sepulcros blanqueados, a Pedro le llama, nada menos que Satanás, porque los pensamientos de Pedro no eran los de Dios sino los de los hombres (Mt 16 23). Segundo, en la noche trágica del Jueves Santo, Pedro no se comporta con la gallardía que podía haberse esperado de él, de lo cual se arrepentiría durante toda su vida. Por último, ya después de la muerte de Jesús, fue objeto de severas críticas por parte de San Pablo, debido a que no había mantenido una postura coherente en el debate sobre si la incorporación de los gentiles al cristianismo había de ser a través de las observancias de la religión judía, o al margen de ellas (Gal 2 11).

No podemos ignorar, pues, que desde el inicio histórico de la Iglesia, la función asignada al Obispo de Roma no está asociada precisamente a una suerte de impecabilidad. Según contenidos esenciales de la fe cristiana existen dos afirmaciones sustanciales: la Encarnación, en virtud de la cual el Hijo de Dios se hace hombre; y la muerte y resurrección de Jesús. La Iglesia es una continuación histórica del propio Jesús. Conserva, pues, estas dos características. Fue San Pablo quien elaboró este concepto, cuando decía que Jesús y la Iglesia constituían una unidad: Jesús es la cabeza, y la Iglesia el cuerpo.

En virtud de la Encarnación, la Iglesia no está al margen de las vicisitudes humanas. Las personas que constituyen la Iglesia, sea en la base sea en la cúpula, no dejan de estar influidas por la cultura dominante, o por su talante personal. Y ello no quita validez a la función que ejercen. La muerte y resurrección de Jesús define un determinado estilo en virtud del cual la forma de proceder de la Iglesia no ha de tener ninguna similitud con la forma de proceder de las organizaciones mundanas. Los parámetros del éxito y del fracaso no son los mismos.

* Profesor jesuita