Traicionamos la paz que nos legaron nuestros padres; esa paz que había costado tanto dolor y tantos muertos para nada, porque en cada guerra no hay más camino que la nada o que la paz. Fue la paz de tantas heridas restañadas, de tanto orgullo al fin abandonado. Nuestros abuelos nos montaron otra guerra, nuestros padres la hicieron y nosotros, niños, la sufrimos. Una infancia fría, gris, de pantalones cortos y brasero de picón; de chinches y moscas; de penurias en la luz de las bombillas, en las colas para todo, en las pobres navidades. Y siempre oyendo los recuerdos de una guerra y sus fantasmas que volvían. Pero nosotros, niños, nos hicimos hombres y buscamos de nuevo las semillas de la discordia y nos dedicamos a sembrarlas en el corazón de nuevos niños, desde las escuelas, los mítines, las novelas, las películas, las tertulias, los periódicos. Cualquier plataforma era buena para volver a sembrar la desunión. Porque es más cómodo destruir que construir, acabar con una vida que procurar que prospere. Y estos niños nuestros han crecido. Ahora ya tenemos de nuevo el tinglado. ¡Este hablar con el hígado en vez de con el corazón! ¿Y así siempre y para siempre? ¿Nos hemos fraguado como pueblo en esa violencia? ¿No nos daremos nunca salida a esta espiral? Y lo malo es que la violencia no surge de defender unas ideas sino de justificar unos intereses egoístas, y por eso volvemos siempre a la violencia.

¿Nunca aprenderemos que la violencia, por muy de nuestra parte que creamos, es un monstruo que se alimenta de violencia y al fin se revuelve contra todos?

* Escritor