Del mismo modo que la democracia no promueve la tontería de que todos somos iguales, sino el prodigio de que todos lo seamos ante la ley, la tolerancia no acepta ese relativismo bobo según el cual todas las opiniones son igualmente aceptables; no lo son: sería aceptable, por ejemplo, defender la obviedad de que la Segunda República no fue el paraíso terrenal, pero no proclamar que Auschwitz fue en realidad un balneario de aguas termales. Una buena definición de tolerancia es la expresada por Alejandro Rossi: "La convicción de que un error intelectual no supone necesariamente un defecto moral". Esa convicción exige una cierta disciplina moral e intelectual y, a la vez, una tradición. Lo primero no es natural aunque puede adquirirse a base de esfuerzo, pero lo segundo no.

No hay nada tan estimulante como discrepar de las opiniones de los amigos y nada tan aburrido como estar siempre de acuerdo con ellas. Son las opiniones interesantes las que dan lugar a diálogos interesantes, pero parece que nos cuesta trabajo comprenderlo. La razón es que, al igual que el fanatismo, la intolerancia es una forma del miedo, y también de la impotencia: como no confiamos en nuestras propias ideas, porque no sabemos defenderlas, renunciamos a discutir las de los demás, limitándonos a denigrarlas. A ellas y a quienes las sostienen. El resultado de esta perversión es siempre perverso. Estamos inmersos en una atmósfera de restricciones tan espesa, que resulta difícil intentar una mínima claridad sobre cualquier cosa. Y, por otro lado, cada vez se manifiesta con mayor insistencia una curiosa exigencia de "respeto". Parece como si muchos hubiesen visto en esa idea del respeto una nueva fuente de rentabilidad moral, porque si escarbásemos un poco, tal vez descubriríamos que no es sino la apariencia pública y ostensible de lo que Sánchez Ferlosio denominó "la insaciable demanda de la ofensa".

No son pocos quienes, a falta de argumentos, parecen andar atentísimos a no perderse la menor palabrilla que se diga, por si ofreciera algún sesgo que permita habilitarla como ofensa. Sin hablar ya de algo tan nuestro como la tradición de la intangibilidad de la religión, muy arraigada en los creyentes individuales que pretenden reservarse un particular privilegio de respeto hacia una cosita especialmente sensible y vulnerable que ellos tienen dentro del pecho. Ya Ortega habló de la dualidad entre "ideas" y "creencias", señalando que la diferencia más visible era que las creencias exigen, o necesitan, ser respetadas, mientras que las ideas no. Parece claro que en cuanto las ideas se pusiesen a exigir respeto, se cortaría toda conversación y haría imposibles el diálogo, el conocimiento.

* Profesor de Literatura