A estas alturas, negar la enorme influencia --y los efectos positivos-- de los smartphones y las redes sociales en nuestra vida cotidiana sería absurdo. Pero también sería insensato, e incluso irresponsable, cerrar los ojos a los efectos perniciosos que el uso compulsivo de la hiperconectividad tiene, sobre todo entre los más vulnerables, los niños y los adolescentes. Algunos de los casos que cita este diario hoy, como el del adolescente de 13 años que pegaba a su hermana por rebajarle la velocidad de navegación cuando ella se conectaba, alarman porque responden a una adicción al hecho de estar conectados que, sin llegar a estos extremos, vemos a diario en restaurantes, en el transporte público y también en casa.

Adicción, angustia, escapismo, sustituir las carencias de la analógica vida diaria por un mundo lleno de amigos virtuales son algunos de los daños colaterales que, según alertan los expertos que empiezan a trabajar en ello, acompañan a la proliferación de los smartphones y la enorme popularización de las redes sociales. Como sociedad, conviene estar alerta para detectar los casos más peligrosos y al mismo tiempo ir aprendiendo y aplicando normas de etiqueta 2.0 que permitan un uso razonable y racional de las tecnologías de la información.

Como sucede en otros ámbitos de la revolución digital que vivimos a velocidad de vértigo (el iPhone solo tiene seis años de vida), el mejor manual de uso es de sobra conocido: la virtud se halla en la justa medida.