Si queremos resumir en dos palabras los ecos de la noticia de la elección del nuevo Papa Francisco I, las tenemos a punto: "Sorpresa y alegría". Sorpresa porque no figuraba su nombre en las listas de las principales candidaturas; alegría porque veinticuatro horas después de que se supiera su nombre y se conocieran su sonrisa serena y su buen humor, a Roma siguen llegando mensajes y enhorabuenas de los principales gobernantes y también de quienes, desde dentro de la Iglesia, vuelven a tener esperanza. Hay quien proclama que ha llegado la primavera adelantada a la Iglesia, de la mano de Francisco, el poverello , el pobrecillo de Asís , con un guiño a otro Francisco, el de Javier, patrón de las misiones. Hay quien subraya que es una gozada de Papa: jesuita, latinoamericano, habla nuestra lengua, se llama Francisco a secas, vestido simplemente de blanco, luce cruz de bronces, saluda con serenidad y pidió al pueblo de Dios que rezara por él y con él, antes de bendecirles. Un auténtico regalo de Dios. Un Papa para una nueva primavera eclesial, para sumar y volver a ilusionar y seducir con el mensaje radical y misericordioso de Jesús de Nazaret. Hay quien afirma, sobre todo sus paisanos, que con su nombramiento la Iglesia ha escogido al hombre humilde que puede llevar las sandalias del pescador. Hay quien señala sus retos principales y más urgentes: reformar el gobierno vaticano, recuperar el prestigio perdido y conquistar un terreno de encuentro con el mundo. Pero quizás, su silueta brilla con más fuerza cuando le contemplamos con toda sencillez evangélica: Jorge Mario Bergoglio es un sacerdote que cree en el poder de la oración y lo transmite tanto en el trato con los demás como en las decisiones que toma. Sorpresa y alegría, al fin, en el pasado cónclave. Sorpresa por lo inesperado, ausente de las listas. Y alegría por la llegada de un pastor muy comprometido.

* Sacerdote y periodista