Pues, sí, lejos de los días oficiales en los que riadas de gente, con cargamentos de flores, rinden culto a los muertos, de vez en cuando, me doy una vuelta por el cementerio y, nada: beso una lápida con el nombre del que fue mi compañero y vuelta al trajín de la calle, de la casa, de la familia, de la sociedad... Pero hoy, nada más pisar el Campo Santo, una tremenda relajación me inundó. Como si un baño de azahares me hubiese corrido por todo el cuerpo, noté una agradable sensación de bienestar. Me senté, bajo un manto de cipreses y, ¿era la proximidad al mundo de los muertos? ¿Era un hálito sobrecogedor del lugar? No, ¡qué va!, la provisionalidad que somos, el final, que en un imprevisto nos puede llegar, me llevaron, una vez más, a descubrir respuestas, sin interferencias, en el silencio, en la paz que manaba de aquel lugar. Silencio acentuado por el alborozado piar de pájaros por entre los cipreses que a un soplo de viento desprendían minúsculas virutillas que caían en mis manos. Alguien, al cruzarme, exclamó: ¡Vaya gusto, niña! Una sonrisa por respuesta. ¿Cómo explicar que los cipreses tienen la voz que un día no tendré oídos para escuchar, que tienen el color y el olor que un día no podré percibir? ¿Cómo explicar que los cipreses serán la única sombra amiga que me cobije, cuando para todos sea olvido? Hoy, en mi visita al cementerio, he querido acostumbrarme a su sombra, a su olor, al sonido del viento al encaramarse en la cúspide de sus ramas, porque, ¿cómo entender el significado de tan maravillosas sinfonías, después, si no los conozco ahora? ¿Cómo entender el lenguaje del más allá si no empiezo a escucharlo en el más acá? Al regresar, las prisas, el estrés, al menos por un día, se me habían esfumado. Ni radio, ni tele, ni ordenador... Oír música de brazos caídos y punto. ¡Ah! Y el gustazo, a barba regada, de una gran miloja.

* Maestra y escritora