El que se lucra de los fondos públicos es un saqueador de templos, de tumbas, alguien que roba a sus amigos a traición. Por falso testimonio es un consejero sin crédito, un juez perjuro, un magistrado venal. Alguien, en definitiva que no tiene las manos limpias en un solo crimen. No lo decimos nosotros; lo escribió Plutarco en sus Consejos políticos y en concreto en su "malversación de fondos públicos".

Hay gentes cercanas al poder político que administran los fondos públicos para la defensa o para prestaciones sociales básicas, que consiguen de ese poder político redirigir esos fondos para fines particulares o para divertir al pueblo. Eso es tan viejo como Démades quien, en el siglo IV antes de Cristo, utilizó fondos de la defensa para llenar de vino el día de las Libaciones en la festividad de las Antesterías, en honor de Dioniso. A cada uno dio media mina. Hay prodigalidades que no se dan al pueblo sino a una persona concreta por su cercanía al soberano. Se dan de tal modo que quitan fama al que la recibe y al que las otorga. Nunca quedan estas prodigalidades calladas por mucho que se quieran silenciar. Cuando el pueblo conoce de esta prodigalidad, la fama del soberano queda dañada, aunque a él no le haya llegado pero sí a su consejero o a su fámulo.

Los presidentes de comunidades autónomas levantinas que han sido muníficos, así como algún presidente de club de fútbol, no obtienen de sus dispendios al fámulo del soberano sino más bien bochorno por su ingenuidad, desprecio por su estulticia. Hicieron donación a cierto Instituto en tanto no saldaban sus deudas con proveedores de dinero y servicios materiales.

El mal comportamiento del fámulo del soberano ha hecho a éste presentar las cuentas de su asignación pero no ha hecho lo que consignaba Lámaco (murió el 44 antes de Cristo) en su cargo de estratego de Atenas: "Sumas destinadas a sus propias botas y a su manto".

No es saludable que estos presidentes hayan querido congratularse con los altares de la mayor magistratura del Estado, ni que el fámulo del soberano haya bajado a la llanura a luchar en el barro, del que ha salido encenagado. Algunos creyeron que el fámulo era puerto de refugio, facilitador de asientos cercanos al rey, abridor de puertas de palacio, abogado sin sueldo y consejero propicio ante el Gobierno. Creyeron que el fámulo no tenía profesión sino un modo de actuar en solidaridad con el dolor.

Los presidentes de comunidades, de empresas y de equipos de fútbol no debieron dejarse fascinar por la cercanía del fámulo al soberano ni rebajarse a ser recibidos por dicho fámulo en el palacio del padre. Dejarse atrapar por la fama es malo porque ese prestigio es perecedero y se disipa en los cenáculos y en los titulares de cualquier periódico digital.

El soberano se ha anticipado a las alarmas y las ha atajado, declarando "no ejemplar" la conducta del fámulo, para que no alcancen magnitud que pueda afectar a la más alta magistratura del Estado. Ha prestado atención en persona al que pudiera ser causa de grandes males. No ha subestimado las convulsiones que se podrían propagar velozmente por el Estado y por ello ha puesto remedio distanciándose. Con atenta vigilancia, lo grande lo ha hecho pequeño y lo pequeño lo quiere reducir a la nada.

Su mensaje al pueblo ha sido un golpe con guante para que la pelea sea menos dolorosa. El fámulo, de no ser apartado, podía haber sido una flecha envenenada, como amenaza imparable para la casa real.

* Grupo de opinión