En todo esto del boom de la gastronomía hay mucho camelo, como en cualquier ámbito de la vida. Pero sí hay una realidad: los españoles hemos pasado de la angustia de no saber qué se iba a comer al placer de ver cómo se cocina. De los clásicos leche en polvo y queso americanos de la Escuela hemos pasado a hacernos voyeurs gastronómicos con horas enteras ante un canal cocina en el que el argumento del programa es el mismo del de nuestra madre cuando nos preparaba carne con tomate. Ahora casi toda la materia prima es buena y lo que nos motiva es ver cómo un artista de los fogones, un restaurador en lenguaje cursi, o cocinero en la expresión auténtica, transforma esa materia en manjar que satisface gusto y vista. A Córdoba, tierra de legendarios cocineros desde que Pepe García Marín descubriera en su Caballo Rojo la piedra filosofal del arte culinario, le ha llegado una estrella Michelín en la persona de Kisko García, del restaurante El Choco. Hay gente que cuando cruza la frontera de la niñez reniega de su pasado si este contiene tintes pueblerinos y humildes; lo que se ha llamado renegar de tu clase o "querer cagar alto", una impostura que prescinde de la naturalidad y adopta las peligrosas maneras de los complejos sociales, que exigen un alto grado de apariencia. La estrella Michelín de Kisko García nos reconcilia con el esnobista y a veces exclusivo mundo de la alta cocina porque a la hora de su veredicto no ha tenido en cuenta que su restaurante sigue ubicado en la taberna de su padre, en La Fuensanta, un barrio obrero. O a lo mejor sí. Y también han querido premiar con esta estrella la autenticidad de quien ha sabido "maridar" sabores de la niñez con el estilismo global de la cocina de autor. En el mismo local y en el mismo barrio.