Desde el interior del bazar de las sorpresas, vimos la primera nevada de nuestra vida cayendo sobre Budapest el día de Nochebuena. Asidos a las lianas de Tarzán nos adentramos en la espesura de la selva. Con Laurel y Hardy, el gordo y el flaco, experimentamos lo que es retorcerse de risa. Fuimos, a las nueve en punto, durante las lecciones de química que impartían en el liceo, condiscípulos de Alida Valli, la dulce italiana que, después, se equivocó enamorándose en la Viena del tercer hombre. Muchas noches, en la plenitud del sueño, suplantamos a sheriffs del Oeste y a generales sudistas que morían con las botas puestas a tiros de los indios. Asistimos, con Gable, atrapados por el pavor, al terremoto de San Francisco y, con Power, al parto del canal de Suez. Intuimos, como los últimos de Filipinas, la sensualidad tropical que puede destilar una canción. Nos admiró la entereza, para no rendir el Alcázar, de Moscardó, un franquista que ofrecían tan bueno como Guzmán el Bueno. Advertimos que nadie besaba con el mimo, la sabiduría y la morosidad de la divina Greta, ya encarnase a la soviética Ninoska o a la dama de las camelias. Entre copas de manzanilla, romerías y cortijos blancos rodeados de olivares, vimos a los señoritos andaluces pedir limosnas de amor a las mozas campesinas que eran canelita en rama. Ayudamos a recoger arroz amargo, con el agua hasta los muslos, a la tórrida Mangano en la desembocadura del Po. Horrorizados por la venganza de Fumanchú, levamos anclas con el pianista Iturbi, bailamos con Fred y Ginger, estuvimos con el dinámico Rooney en la ciudad de los muchachos, nadamos junto a la sirena Esther Wiliams y nos pareció arte de magia la animación de Blancanieves. Si tuviésemos espacio, podríamos seguir rememorando filmes que nos descubrían horizontes insospechados.

* Escritor